Apelar a la actuación de las fuerzas del Mal, personificadas casi siempre en los marginados de la sociedad —en especial en los judíos—, resultaba más fácil que enfrentarse a la desorientación producida por la inabarcable inmensidad del mundo real.


Fernando Bravo López
Universidad Autónoma de Madrid

Publicado en: Cuestiones de pluralismo, Volumen 1, Número 2 (2. Semestre 2021), 28 de Diciembre de 2021.



El legendario concilio secreto judío que supuestamente decidió la muerte de Simón de Trento. Ilustración de <i>Conu[er]si ab ydolis p[er] predicacione[m] b[ea]ti ioha[n]nis drusiana</i> (ca. 1470-75), Herzog August Bibliothek, Wolfenbüttel.
El legendario concilio secreto judío que supuestamente decidió la muerte de Simón de Trento. Ilustración de Conu[er]si ab ydolis p[er] predicacione[m] b[ea]ti ioha[n]nis drusiana (ca. 1470-75), Herzog August Bibliothek, Wolfenbüttel.

Conspiraciones siempre han existido. La historia ofrece innumerables ejemplos de ellas: desde el asesinato de Julio César hasta el Watergate. Creer que han existido conspiraciones a lo largo de la historia no te convierte en un teórico de la conspiración. Abrazar una teoría de la conspiración no es lo mismo que tener una teoría sobre una conspiración, es algo mucho más ambicioso, es una visión del mundo; es creer, básicamente, que detrás de cada acontecimiento histórico, detrás de cada acción política, detrás de cada fenómeno social, existe una mano oculta, un grupo indeterminado de personas que mueve los hilos. Ese grupo puede recibir diversos nombres que, en ocasiones, se consideran diferentes avatares de un mismo enemigo: son los templarios, los rosacruces, los illuminati, los francmasones, el Club Bilderberg, George Soros o Bill Gates; pero casi siempre son los judíos.

Mucho antes de que, a principios del siglo XX, se difundieran Los protocolos de los sabios de Sión acusando a los judíos de haber urdido un plan secreto para destruir la sociedad cristiana y apoderarse del mundo; mucho antes incluso de que Simonini les acusara de estar detrás de la masonería y la Revolución; los judíos habían personificado a las fuerzas del Mal en la Europa cristiana. Desde que comenzó la competencia entre la Iglesia y la Sinagoga en el Bajo Imperio Romano, los cristianos acusaron a los judíos de querer destruirlos utilizando para ello un arma preferentemente: la conspiración. ¿No habían ya conspirado para llevar a Jesús de Nazaret a la cruz, cometiendo así el peor crimen imaginable? (Mt. 26:3-5; Mc. 14:1-2; Lc. 22:1-6; Jn. 11:47-57). ¿No lo habían hecho para perseguir a los apóstoles? (Hch. 6:9-12). De hecho, ¿no estaba la Biblia llena de ejemplos de la maldad judía? ¿No habían merecido una y otra vez el castigo divino por su descreimiento, por su infidelidad, por su «dura cerviz» (Ex. 32; Dt. 9:6, 9:13; Jue. 2:11-12, etc.)? ¿No era un pueblo «inclinado al mal» (Ex. 32:22)? ¿No los había llamado Jesús «generación perversa y adúltera» e hijos del Diablo (Mt. 12:39; Jn. 8:44)? ¿Y no los había castigado Dios con la destrucción del Templo y el exilio?

También los Padres de la Iglesia y los primeros apologistas cristianos los habían condenado en multitud de ocasiones. Sus obras estaban llenas de acusaciones contra ellos, de innumerables ejemplos de su maldad que supuestamente demostraban su carácter diabólico. Su perversidad les había llevado a condenar a Jesús y les llevaba a condenar y a perseguir a los cristianos dondequiera que estuvieran. Por eso no desaprovechaban ninguna ocasión para hacerles todo el mal posible. Eran, como el diablo —con el que estaban íntimamente ligados—, enemigos mortales de los cristianos.

Efectivamente, autores de los primeros siglos de la Iglesia como Evagrio, Prudencio, Comodiano, Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán, Juan Crisóstomo, Jerónimo de Estridón o Gregorio Magno, repetían que los judíos eran seguidores del diablo, quien les inspiraba toda la maldad que reinaba en ellos. «La maldad y la asociación con el diablo se entendían, pues, como inherentes al carácter mismo del pueblo judío», como algo intrínseco a la propia condición del ser judío, hasta el punto de que, se pensaba, los judíos no eran capaces de actuar de otra forma que no fuera perversamente. Por eso no extraña que los relatos hagiográficos de vidas de santos se llenaran con ejemplos de su modo de proceder vil y criminal (González Salinero 2000: 137-161). Tampoco extraña que, desde muy temprano, en las expectativas apocalípticas de los primeros cristianos, se concediera a los judíos un papel central en los sucesos de los Últimos Días: cuando la historia se completara y Cristo volviera en toda su gloria para repartir justicia, una parte del pueblo judío se convertiría al cristianismo y se salvaría; pero otra parte, la formada por los seguidores del Anticristo, perecería con él. De esta forma, la idea de que los seguidores del Anticristo serían judíos se extendió en la tradición cristiana medieval. De hecho, la creencia en que el propio Anticristo sería un judío de la tribu de Dan se llegó a convertir en un motivo central de los textos apocalípticos cristianos medievales (Cohn 1981: 76-77).

Pero, aunque todo eso era ya suficiente para condenar a los judíos como seres diabólicos, había todavía más. ¿No se habían encontrado más pruebas de su carácter maléfico? ¿No se había hallado que eran incluso capaces de torturar y asesinar a niños cristianos para vengarse de Jesús? ¿Y no existía una verdadera conspiración internacional judía para organizar esos horrendos crímenes? Así, al menos, lo había afirmado Thomas de Monmouth (c. 1149-1172) en el que fue el primer relato acerca del mítico asesinato ritual judío. Según él, un conciliábulo de los más importantes judíos de España se reunía una vez al año en Narbona para determinar en qué lugar tendría lugar el próximo asesinato. Era necesario el derramamiento de la sangre cristiana —nos decía Monmouth siguiendo el testimonio que, según él, le había transmitido un judío converso al cristianismo— para que los judíos pudieran vengarse de Cristo y así liberarse y volver a su tierra (Monmouth 1896: 93-94). De esta manera, en 1144, siguiendo las instrucciones de ese siniestro cónclave secreto, el pequeño William de Norwich fue supuestamente torturado y crucificado a imagen y semejanza de Cristo. A esta primera acusación de asesinato siguieron otras muchas: en Gloucester (1168), en Bury Saint Edmunds (1181), en Zaragoza (1250), en Lincoln (1255), en Womrath (1287), en Sepúlveda (1468), en Endingen (1470), en La Guardia (1490) y en otros muchos lugares. La veracidad de esas acusaciones parecía fuera de toda duda; después de todo, ¿no se había hecho eco de ellas el mismo rey Alfonso X el Sabio insertándolas en sus Siete Partidas (Partida VII, Título XXIV, Ley II)?

Y es que, en la construcción de una imagen del enemigo, no hay mejor arma que la acusación de asesinar niños indefensos. ¿Se puede ser más perverso? Se trata una estrategia retórica sobradamente conocida y usada con profusión hasta la actualidad en varias teorías de la conspiración.

Los judíos, pues, asesinaban a niños cristianos como venganza y con la esperanza de que eso les devolviera a su tierra. Pero, según se decía, también profanaban la hostia consagrada: la robaban de alguna iglesia y, en secreto, le realizaban toda clase de vejaciones para, finalmente, apuñalarla, con lo que, una y otra vez, volvían a asesinar a Jesucristo. Se apropiaban también de crucifijos y de toda clase de símbolos e imaginería cristiana para escupir sobre ellos, insultarlos, llenarlos de excrementos… Infinidad de historias, difundidas por toda Europa, hacían referencia a este tipo de profanaciones.

Y además estaba el Talmud. ¿No se había descubierto que los judíos ya no seguían las enseñanzas de la Biblia, sino que las habían sustituido por las de ese «libro infame» que les ordenaba hacer todo el mal posible a los cristianos? Efectivamente, gracias al testimonio de algunos judíos conversos al cristianismo, se habían descubierto las doctrinas que enseñaba ese «libro secreto de los judíos». En París, en 1240, se había organizado una disputa pública para juzgar el contenido del Talmud. Allí salieron a relucir una serie de pasajes que, se creía, mandaban a los judíos realizar acciones contra los cristianos: ordenaba «matar al mejor de los cristianos», estipulaba que «un cristiano que observa el sabbat o estudia la Ley merece la pena de muerte», que no era pecado «engañar a un cristiano de cualquier manera», «que Dios dio a los judíos todas las posesiones de los gentiles», o que los cristianos son inmorales y bestias (Rosenthal 1956). No es extraño que, ante tales acusaciones, el papa Gregorio IX, en su misiva de 1239 a los príncipes europeos ordenándoles confiscar los ejemplares del Talmud que pudieran encontrar, afirmara: «Si lo que se dice acerca de los judíos de Francia y de las demás tierras es cierto, no habría castigo suficientemente grande o adecuado a su crimen» (cit. en Cohen 1982: 66).

¿Se necesitaban más pruebas para demostrar la maldad diabólica que inspiraba a los judíos? ¿Se necesitaban más motivos para odiarlos y para poner todos los medios necesarios para protegerse de sus maquinaciones? Por de pronto, era necesario acabar con ese libro demoníaco. Después de esa primera orden pontificia de confiscación del Talmud, siguieron otras, que se fueron remitiendo periódicamente hasta el siglo XVI. Entre 1509 y 1510 se desplegó en Alemania una verdadera campaña para acabar con toda la literatura rabínica. La campaña, a pesar de su virulencia, no tuvo finalmente éxito. Pero otra semejante, desplegada algunos años más tarde en Italia, sí lo tuvo. Así, en la Roma de 1553, el Talmud acabó en la hoguera; y poco después, siguiendo órdenes de la Santa Sede, otras ciudades italianas se sumaron a la persecución (Stow 1972).

Pero, aunque las autoridades eclesiásticas intentaron poner coto a las supuestas maquinaciones de los judíos, ellos seguían poniendo en práctica, una y otra vez, esas malditas enseñanzas talmúdicas. Las crónicas, al menos, estaban llenas de ejemplos. Siguiendo la moral talmúdica, los judíos habían conspirado sin descanso para hacer todo el mal posible a los cristianos. Lo habían hecho para intentar destruir el reino de los visigodos. Así lo manifestó en el 694 el rey Égica ante el XVII Concilio de Toledo. Gracias a la “confesión” de algunos implicados, se había descubierto una magna conspiración para acabar con los cristianos, urdida entre los judíos hispanos, que habían sido obligados a convertirse en los años anteriores, y los que habitaban en «regiones ultramarinas». Ante tamaño complot en el que, según sus acusadores, los judíos «quisieron usurpar el trono real por medio de una conspiración», «perturbar el estado de la Iglesia» y «exterminar» a los cristianos, el Concilio promulgó una serie de leyes que condenaban a los judíos a la esclavitud y a perder a sus hijos, que serían educados como cristianos (Colección de cánones 1861: II, 593).

Siglos más tarde, tratando de explicar el éxito y, sobre todo, la rapidez de las conquistas islámicas en Occidente, las crónicas señalaron para la posteridad a unos claros culpables: los judíos. Según algunos autores, muchas ciudades habían caído en manos de los musulmanes gracias a que los judíos conspiraron para ello. Así, por ejemplo, el obispo Lucas de Tuy, en su Chronicon mundi (s. XIII), afirmaba que Toledo había caído «por la trayçión de los judíos». De esta historia se harían eco innumerables obras, y la leyenda de la traición de los judíos durante la conquista islámica de la Península perviviría hasta nuestros días (Bravo López 2014).

Pero no era sólo Toledo, en diferentes lugares y momentos históricos se acusó a los judíos de obrar de manera semejante (Caro Baroja 2000: 34-37). Y es que, según sus acusadores, los judíos nunca habían dejado escapar la ocasión para aliarse con los demás enemigos del cristianismo y tratar de acabar con él. Así, contaban las crónicas, un judío había profetizado el nacimiento de Mahoma, y que sería un gran hombre, y más tarde, para hacer creer al pueblo que verdaderamente era un enviado de Dios, inventó milagros. De ese mismo judío, decían, tomó Mahoma «cosas que metió en aquella mala secta que él compuso pora perdición de las almas daquellos que la creen» (Primera Crónica General 1906: 261-263).

Conspirar con los demás enemigos de la Cristiandad parecía ser, pues, una constante en el comportamiento de los judíos. No sólo habían ayudado a Mahoma y a las tropas musulmanas en sus conquistas, sino que después siguieron maquinando con los demás enemigos de los cristianos para lograr acabar con ellos. De esta manera, después de que las conquistas mongolas se conocieran en Europa occidental, un monje benedictino, Matthew Paris, decía haber descubierto una nueva conspiración judía internacional para acabar con la Cristiandad, y todo sin moverse de su abadía de Saint Albans. Según decía en su Chronica majora (c. 1259), los judíos del Continente, especialmente los del Imperio, habían pensado que esos «tártaros y cumanos» eran una de las míticas tribus perdidas de Israel que habían permanecido encerradas en el Cáucaso desde tiempos de Alejandro Magno. Para discutir sobre este descubrimiento, algunos de sus más importantes representantes se reunieron en un «lugar secreto». Según nuestro monje, en ese oscuro cónclave, uno de los más influyentes rabinos pronunció las siguientes palabras:

«Hermanos míos, semilla del ilustre Abraham, viña del Señor de Sabaoth, quienes nuestro Dios Adonai ha permitido que permanezcan oprimidos durante tanto tiempo bajo dominio cristiano: ahora ha llegado el tiempo de nuestra liberación, de que, por el juicio de Dios, sean ellos ahora los oprimidos, de que los restos de Israel sean salvados. Pues nuestros hermanos de las tribus de Israel, que antes estuvieron callados, han aparecido para subyugar al mundo entero. Y cuanto mayor y más largo haya sido nuestro sufrimiento, mayor será la gloria que se nos otorgará. Vayamos, pues, a su encuentro con regalos de valor, y recibámoslos con los mayores honores: necesitan grano, vino y armas».
(Paris 1852-1854: I, 357-358)

Toda la asamblea —seguía contando Paris— escuchó el discurso del rabino con gran placer, y, tras ello, los asistentes reunieron todas las armas que pudieron encontrar y las escondieron en barriles. Sin embargo, los judíos terminaron siendo descubiertos, apresados y llevados ante la justicia. Así la Cristiandad fue salvada de una nueva conspiración judía.

Pero el peligro no cesó. En 1321 una nueva conspiración fue descubierta: las autoridades locales de Mâcon (en el este de Francia) habían hallado dos cartas supuestamente enviadas por los reyes de Granada y Túnez a los judíos de Francia, en las que les daban instrucciones acerca del plan que habían urdido con ellos y los leprosos para envenenar los pozos y fuentes del país y acabar así con los cristianos y con el propio rey de Francia. Una vez descubierto el complot, se dio comienzo a la persecución, al asesinato masivo, a la conversión forzosa o a la expulsión de judíos, a lo largo y ancho de Francia (Barber 1981).

La acusación de que los judíos envenenaban pozos y fuentes para acabar con los cristianos ya era, para entonces, antigua. En 1161, en Bohemia, se acusó a 86 judíos de urdir un complot para envenenar a la población cristiana, por lo que fueron sentenciados a morir en la hoguera (Trachtenberg 2001: 97). Este tipo de acusaciones se extendieron por toda Europa y, en último término, originaron la creencia de que los judíos también eran los responsables de epidemias como la de la Peste Negra, que asoló Europa a partir de 1348, lo que tuvo consecuencias trágicas para una gran cantidad de comunidades judías europeas, que fueron masacradas o expulsadas de muchos lugares (ibid., pp. 97-108).

Los judíos eran también, a juicio de muchos, responsables de la muerte por envenenamiento de varios reyes europeos. El mismo Chronicon mundi acusaba a los judíos de haber asesinado al infante Fernando de Castilla en 1211 (Tuy 1926: 413-414); y, a partir del siglo XV, también se difundió la creencia de que el rey Enrique III de Castilla y León había muerto a manos de un médico judío. Médicos judíos habían sido también, según las leyendas recogidas por algunos cronistas, los responsables de la muerte de los reyes Carlomán, Hugo Capeto y Carlos el Calvo (Trachtenberg 2001: 97).

Normalmente estas acusaciones antijudías se realizaban de manera aislada; es decir, en un momento concreto se acusaba a ciertos judíos de haber realizado alguna de esas maldades. Esto se hacía con unos objetivos limitados: explicar hechos concretos o perjudicar a personas concretas. Sin embargo, en otras ocasiones se iba mucho más allá: tal y como nosotros hemos hecho, se acumulaba acusación tras acusación, en una relación interminable de crímenes que llevaba al lector u oyente a dar forma a una teoría de la conspiración en la que todas las piezas encajaban; una teoría según la cual todos los judíos por igual estaban implicados en un plan secreto para destruir la sociedad cristiana. Se construía así una verdadera visión del mundo en la que las fuerzas del Mal, por la mano de los judíos, actuaban en la Tierra para destruir todo aquello que los cristianos consideraban bueno y deseable. Eso permitía explicar de manera sencilla grandes desastres y momentos de crisis. Era una forma de explicar lo que resultaba, para muchos, inexplicable. Apelar a la actuación de las fuerzas del Mal, personificadas casi siempre en los marginados de la sociedad —en especial en los judíos—, resultaba más fácil que enfrentarse a la desorientación producida por la inabarcable inmensidad del mundo real.


Para profundizar:

  • Álvarez Chillida, Gonzalo (2002). El antisemitismo en España: la imagen del judío, 1812-2002. Madrid: Marcial Pons.
  • Cohn, Norman (1995). El mito de la conspiración judía mundial. Madrid: Alianza Editorial.
  • Poliakov, Léon (1987). La causalidad diabólica. Barcelona: Muchnik Editores.
  • Soyer, François (2019). Antisemitic conspiracy theories in the early modern Iberian world. Leiden y Boston: Brill.
  • Trachtenberg, Joshua (1965). El diablo y los judíos. Buenos Aires: Paidós.