Culturas y civilizaciones dejan de concebirse como construcciones conceptuales híbridas, porosas, fluctuantes, bastardas, cambiantes, contradictorias… Se conciben como entes atemporales, como ídolos de culto a los que venerar o destruir, según se consideren propios o ajenos.
Puede que el 11 de septiembre no significara el fin del mundo como hasta el momento lo habíamos conocido; puede que ni siquiera significara la inauguración de un “nuevo orden mundial”, sino tan sólo la exacerbación de tendencias ya existentes; pero, en cambio, sin duda contribuyó a la expansión global de la idea de que el mundo se dividía, de nuevo, a un lado y a otro del frente de batalla.[1] De nuevo se nos presenta un mundo presidido por la lucha de dos fuerzas antagónicas, enfrentadas a muerte por su supervivencia. “Nosotros” o “ellos”, el Bien o el Mal. Tanto un bando como otro reclama a los suyos plena lealtad en la lucha contra el enemigo. El acercamiento, el diálogo —el apaciguamiento, dirían algunos—, intentar comprender al otro, ponerse en su lugar y llegar a una resolución pacífica de los conflictos, se ha convertido en delito de lesa comunidad. La lucha contra el terrorismo, se nos dice, es en realidad sólo la manifestación más evidente de una lucha más amplia, una lucha entre civilizaciones, entre concepciones del mundo totalmente incompatibles, la occidental y la islámica.[2] Es una lucha global, que se da tanto fuera como dentro de los Estados. “Nosotros” o “ellos”.
La expansión de esta idea de fractura global entre fuerzas en conflicto, Occidente e islam, es parte de una concepción más amplia del mundo según la cual las relaciones entre grupos humanos de distintas culturas son, por naturaleza, conflictivas. Ello ha contribuido a que durante los últimos años se contagie por Europa y Norteamérica un tipo de discurso legitimador de ciertas acciones llevadas a cabo contra las minorías étnicas o culturales, especialmente aquellas identificadas comúnmente con el islam.[3] Este tipo de discurso, lejos de ser privativo de una ideología concreta, se presenta más bien como un discurso trasversal, presente en ámbitos políticos ideológicamente dispares. Si bien es cierto que por lo general se encuentra entre grupos de presión ideológica —intelectuales, medios de comunicación y líderes políticos—, cercanos a la derecha y la extrema derecha, cabe encontrar su rastro igualmente entre algunos políticos, medios de comunicación e intelectuales popularmente identificados con la izquierda y la socialdemocracia. Más bien, quizás pudiera considerarse que, en tanto este discurso, siguiendo a Arednt, “afirma poseer, o bien la clave de la Historia, o bien la solución de todos los «enigmas del Universo» o el íntimo conocimiento de las leyes universales ocultas de las que se supone que gobiernan a la Naturaleza y al hombre”,[4] este discurso, digo, es manifestación de un nuevo tipo de ideología —“ideología culturalista”, como defiende el Colectivo IOÉ[5]—.
Seguramente, si este tipo de discurso se hubiera dado en el siglo XIX, hoy estaría clasificado dentro de la familia de los discursos racistas cercanos al proyecto colonialista. Hoy, sin embargo, tiende a ser identificado con los valores democráticos y su preservación. Partiendo del supuesto de que la democracia, para protegerse, debe ser intolerante con los intolerantes —argumento éste que podría ser esgrimido contra aquellos que lo defienden—, se rechaza que en ella puedan convivir culturas, concepciones y modos de vida distintos a los mayoritariamente aceptados, con el argumento de que atentan contra los derechos humanos y la constitución abierta y plural de la sociedad democrática. Si durante el siglo XIX los europeos y norteamericanos crearon una ideología, el racismo, que estipulaba una relación de inferioridad-superioridad entre las distintas razas y legitimaba con ello el dominio de unas sobre otras; hoy el lugar de la raza es ocupado por la “cultura” o la “civilización”.
En realidad, este discurso se encuentra más cerca del clásico discurso nacionalista que del racista propiamente dicho, aunque es cierto estos dos estuvieron confundidos durante mucho tiempo y se apoyaron mutuamente. El primero, aunque colocaba a las naciones en una gradación dentro del desarrollo humano, al menos concedía que todas ellas estaban compuestas por seres igualmente humanos. El discurso racista, en cambio, reconocía distintos niveles de humanidad en una gradación de las razas que iba desde las más corrompidas, mestizas, degradadas genéticamente, hasta las más cercanas a la perfecta pureza —de ahí que el ideal último nazi fuera, malinterpretando un concepto nietzcheano, el trascender la humanidad y conseguir una raza de superhombres. Coaligados, racismo y nacionalismo, venían a confundir la unidad nacional con la unidad racial: una nación, una raza, un territorio, un Estado. El nacionalismo racista legitimaba la expansión territorial y colonial atendiendo a la legitimidad de las razas superiores para dominar a las inferiores, o atendiendo a la necesidad de unir pueblos racialmente iguales, “hermanos”. Igualmente, atendiendo a la necesidad de mantener su raza libre de contagios e influencias de otras razas, defendía las deportaciones masivas de las poblaciones consideradas como racialmente distintas, o bien la reclusión de éstas en ámbitos territoriales cerrados y controlados. La grandeza de una nación dependía de la pureza de su raza. Desechadas las teorías racistas a raíz del Holocausto, hoy es la “cultura” la que se confunde con la nación. El nacionalismo desecha la genética pero conserva la “cultura”, la «tradición», la «Historia», como criterios de adscripción a la comunidad. A la pregunta de “quién es el pueblo” se responde: aquél que comparte un idioma, un mismo devenir histórico, unos modos de vida, una religión, unas tradiciones…
Sin embargo, el discurso que tomamos como centro de análisis va un paso más allá y formula sus tesis exclusivistas usando, además, criterios de identificación distintos, en los que la cultura ya no se entiende sólo en términos étnicos, sino también morales y políticos. Sería difícil establecer hasta qué punto esto que aquí describimos como una evolución en tres fases —nacionalismo racista, nacionalismo étnico, culturalismo— es en realidad un proceso evolutivo y no una superposición de conceptos confusos y confundidos entre sí que dan lugar a la aparición de ideologías que los utilizan indistintamente, mezclados, o que, incluso, los utilizan implícitamente dando a otros conceptos políticos tintes identitarios que por sí mismos no tienen. Es el caso del concepto de democracia, por ejemplo, que en el caso de este discurso sirve como base de identificación exclusivista para diferenciar a los “nuestros” de los “otros”.[6]
En definitiva, hoy se extiende un discurso que atribuye los problemas de convivencia en una sociedad multicultural, y los conflictos políticos internacionales, precisamente a las tensiones originadas por el contacto entre diferentes culturas. Culturas en las que se confunden formas de vida, religiones, lenguas y costumbres con sistemas de convivencia, valores morales y políticos.
Así, como muy bien explica el Colectivo IOÉ:
«El discurso se construye a partir de dos supuestos básicos. En primer lugar, las culturas son universos cerrados, inmodificables en sus rasgos fundamentales (supuesto esencialista). En segundo lugar, existen culturas mutuamente incompatibles, que en ningún caso pueden coexistir pacíficamente; esta incompatibilidad es atribuida habitualmente a las limitaciones de ciertas culturas definidas como «cerradas», lo que las convierte en inferiores o atrasadas (supuesto de jerarquización). Por tanto, al margen de cuáles sean las circunstancias económicas, la coexistencia de colectivos con culturas no compatibles sólo puede saldarse con la asimilación o con la segregación absoluta. Las actitudes respecto a los extranjeros depende, en este caso, del universo cultural al que se les adscriba, y de la posición de este respecto a la cultura autóctona. (…) No existen posibilidades de mutuo intercambio y convivencia fructífera cuando la minoría es (o sea, se la caracteriza como) portadora de tradicionalismo cerrado, irracionalidad, y agresividad. Además, la minoría no sólo se resiste a diluirse en la normalidad dominante (sinónimo de racionalidad) sino que, por el sólo hecho de resistir, pretende imponer sus peculiaridades a la mayoría».[7]
Bajo el supuesto de la incompatibilidad entre las diferentes culturas, y a partir de la consideración de unas culturas como aceptables y otras como inaceptables moralmente, se defiende la superioridad moral de unas con respecto a otras. A partir de ahí, se defienden dos opciones: o la reducción de las percibidas diferencias culturales por medio de políticas de aculturación forzosa —siempre que no se considere a los otros irreductiblemente diferentes, caso de los musulmanes en tanto sigan siéndolo,[8] y entonces sólo quedará el rechazo—, o, por el contrario, la preservación a ultranza de las diferencias y la propia “pureza” por medio de políticas proteccionistas de la esencia cultural de la comunidad.
La “cultura”, o la “civilización”, se convierten así en entes totalizadores, bajo cuya influencia se encuentran todos los aspectos de la vida de las personas identificadas con ellas. El individuo desaparece de la argumentación, éste es incapaz de esquivar un destino prefijado por su identificación cultural, su autonomía no se concibe. “Cultura” o “civilización” se convierten en principios de identificación, tan insoslayables como lo son la nacionalidad o la etnia, y a ellas se adhieren una serie de connotaciones de índole moral, así como una serie de estereotipos acerca de los modos y costumbres de las personas identificadas con ellas. Más aún: al concebirse la “cultura” como ineluctablemente ligada al origen de la persona, los signos externos distintivos de un origen llevan inevitablemente a ligar a las personas portadoras de esos signos con una determinada “cultura” y con todo lo que comúnmente se asocia a esta, en el orden político, moral, de las costumbres, gustos, etc. Con ello el concepto de “cultura” tiende a asemejarse peligrosamente al antiguo de raza. Es decir: una serie de signos externos te identifican culturalmente como occidental, entonces eres demócrata, defiendes los derechos humanos, defiendes el libre-mercado, eres individualista y materialista; Occidente significa eso. Una serie de signos externos te identifican como musulmán, entonces estás sometido a la sharia, desprecias la democracia, Dios es tu único legislador; consideras a todo aquel que no es creyente un ser inferior, crees que la mujer está sometida a ti, estás a un paso de caer en las redes del islamismo radical y de volarte por los aires a la menor ocasión, no eres de fiar; el islam significa eso. Del estereotipo se crea dogma. Que el estereotipo tenga connotaciones buenas o malas dependerá de si nos referimos a “nosotros” o a “ellos”.
Culturas y civilizaciones dejan de concebirse como construcciones conceptuales híbridas, porosas, fluctuantes, bastardas, cambiantes, contradictorias… Se conciben como entes atemporales, como ídolos de culto a los que venerar o destruir, según se consideren propios o ajenos. “Ellos” y “nosotros”, nacional y extranjero, blanco y negro, cristiano y musulmán, occidental y oriental, Bien y Mal. Se distribuyen los papeles, se fijan los caracteres, se construyen los personajes, los grupos y las alianzas: o con “nosotros” o contra “nosotros”. El esencialismo campa a sus anchas.
Este discurso no implica únicamente la construcción de estereotipos y su expansión entre las clases populares, sino igualmente la generalización entre algunos científicos sociales, intelectuales y políticos, de una visión monolítica y ahistórica del “otro”, especialmente del islam y los musulmanes:[9] el musulmán es así y no de otra manera, y todo aquello que no se ajusta a esa concepción del islam no es más que ensoñación de islamófilos. El multiculturalismo y el relativismo cultural se consideran sospechosos: forman parte de ese enemigo interno que deja brechas abiertas para que se cuelen agentes contraculturales dispuestos a acabar con el sistema de convivencia democrático, dispuestos a fragmentar la sociedad, a borrar de la memoria europea las identidades nacionales, a acabar con Occidente. Comienza a ser políticamente aceptable tildar de políticamente correcto —y, por ello, ñoño, bienpensante, despreciable— a quien defiende la libertad de cada ciudadano para elegir su forma de vida —llámese esto cultura o como se quiera—, bajo la presunción de que la defensa de la diferencia equivale a su fomento y que una multiplicidad de diferencias culturales pone en peligro la integridad del sistema democrático. Se obvia así el hecho de que las diferencias culturales, cuando existen —y si es que existen—, no tienen por qué implicar, por si mismas, diferencias en el orden político y normativo.
Tampoco se trata sólo de la expansión de un discurso, de un conjunto de proposiciones argumentativas tendentes a legitimar posiciones políticas, se trata, además, de la postulación efectiva de políticas basadas en esas concepciones. Se trata de la confección y puesta en práctica de programas políticos guiados por la visión del “otro” como antítesis de todo aquello que representa Europa y Occidente. En concreto, siguiendo el modelo de pensamiento descrito se han propuesto medidas políticas para administrar la presencia de los musulmanes en Europa, para controlar la inmigración, para controlar la enseñanza de su religión y de sus lenguas maternas, para controlar su culto. El multiculturalismo como proyecto de reconocimiento y respeto de la diferencia se ha desechado como fomentador de la fragmentación social y como una amenaza para la identidad nacional de los estados europeos y norteamericanos.[10] El asimilacionismo, la reducción de las diferencias culturales, la homogeneización cultural de las minorías —sobre todo las musulmanas— siguiendo un idealizado tipo occidental, vuelve a ser una propuesta políticamente aceptable, incluso la única aceptable.[11] Desde otros extremos se pervierte el sentido del derecho a la diferencia cultural para mantener posturas esencialistas, mantener sistemas de dominación, segregación, sistemas autoritarios de gobierno, prácticas aborrecibles, un control estricto sobre los miembros de la comunidad. La cultura propia se considera la medida de todo lo bueno, su preservación de temidas influencias externas amenaza con convertirse en el objetivo fundamental de la política del momento.
Notas:
[1] “The great divisions among humankind and the dominating source of conflict will be cultural. Nation states will remain the most powerful actors in world affairs, but the principal conflicts of global politics will occur between nations and groups of different civilizations. The clash of civilizations will be the battle lines of the future” (Huntington, Samuel: “The Clash of Civilizations?”, en Foreign Affairs, nº 72 vol. 3 (verano de 1993). La idea del “choque del civilizaciones” la retoma Huntington de Bernard Lewis: “The Roots of Muslim Rage”, en The Atlantic Monthly, vol. 266, September 1990.
[2] Gresh, Alain: “La guerra de los mil años”, en Le monde diplomatique edición española, Año VIII, nº 107 (septiembre de 2004).
[3] Fekete, Liz: “Anti-Muslim racism and the European security state”, en Race & Class, vol. 46 (1), pp. 3-29.
[4] Arendt, Hannah: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 2004 (4ª ed.), p. 222.
[5] Colectivo IOÉ: Discursos de los españoles sobre los extranjeros. Paradojas de la alteridad. Opiniones y actitudes, Madrid, CIS, 1995, p. 84.
[6] Haría falta indagar más en la forma de utilización retórica del termino durante la Guerra Fría; creo que ello nos llevaría probablemente a concluir que ese carácter exclusivista del que hoy es objeto es producto de su utilización durante ese periodo del siglo XX como forma de diferenciación con respecto al Bloque Soviético. No es extraño que uno de los principales teóricos del choque de civilizaciones, Samuel P. Huntington, se formara en el análisis de las relaciones entre las dos superpotencias.
[7] Colectivo IOÉ: Op. cit., p. 83.
[8] Es la opinión de Giovanni Sartori: “¿es posible que el inmigrado de tipo 3 o 4 (extraño religiosa y étnicamente) se pueda integrar como el inmigrado de tipo 1 y 2 (diferente sólo por la lengua o la tradición)? No, no es posible. Y la imposibilidad aumenta,lo recuerdo, cuando el inmigrado pertenece a una cultura fideísta o teocrática que no separa el Estado civil del Estado religioso y que identifica al ciudadano con el creyente”. Es ocioso aclarar que se refiere con éstos últimos a los musulmanes. Ver Sartori, Giovanni: La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Madrid, Taurus, 2001, p. 115.
[9] Sobre la tradicional visión de los intelectuales europeos sobre el islam ver: Said, Edward: Orientalismo, Barcelona, Debolsillo, 2003. Igualmente: “Islam through Western Eyes”, en The Nation, 26 de abril de 1980.
[10] De nuevo, es la tesis defendida por Giovanni Sartori. Ver: Sartori, Giovanni: Op. cit. Para una crítica a esta postura ver: Bauböck, Rainer: “¿Adiós al multiculturalismo? Valores e identidades compartidos en las sociedades de inmigración”, en Revista de Occidente, nº 269 (octubre de 2003), pp. 45-61.
[11] Para una aproximación a los casos de Francia, Estados Unidos y Alemania ver Brubaker, Rogers: “The return of assimilation? Changing perspectives on immigration and its sequels in France, Germany, and the United States”, en Ethnic and Racial Studies, vol. 24, nº 4 (julio 2001), pp. 531-548, en donde el autor analiza el resurgir de las políticas asimilacionistas en esos tres países, si bien igualmente cree percibir un cambio en el significado del concepto “asimilación” por el que éste habría perdido su connotación de “completa absorción” cultural por la comunidad mayoritaria; adoptando en cambio un sentido de “llegar a ser similar” en el que la connotación cultural es substituida por una socio-económica.
Este texto tiene casi veinte años, fue publicado como sección introductoria de: Bravo López, Fernando. «Culturalismo e inmigración musulmana en Europa». En Relaciones hispano-marroquíes: una vecindad en construcción, editado por Ana I. Planet Contreras y Fernando Ramos. Guadarrama, Madrid: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2005, pp. 305-51. A pesar del tiempo que ha pasado, y de que en la actualidad entiendo el racismo (y en especial el racismo nazi) de manera más compleja, pienso que el texto sigue, en general, conservando su vigencia. Lo publicamos aquí siguiendo la versión original, previa al proceso de edición del libro, con algunas modificaciones menores.