Trabajo publicado originalmente en la revista Constelaciones, n.o 4 (2012): 430-43, https://constelaciones-rtc.net/article/view/801.
1. El término
No fue Wilhelm Marr el primero en utilizar el término “antisemita”, como tantas veces se ha repetido. Casi dos décadas antes que Marr, el orientalista bohemio Moritz Steinschneider ya habló de los «prejuicios antisemitas» de Ernest Renan.[1] Aunque pueda parecer un hecho anecdótico, en realidad dice mucho acerca de cómo las teorías raciales —en su origen estrictamente filológicas—, de diferenciación y jerarquización de las “razas” aria y semita llegaron a popularizarse gracias a determinados orientalistas que, como Renan, no cejaron en toda su carrera de intentar levantar una muralla de separación entre dos mundos que consideraban antitéticos, enemigos eternos, el mundo de los arios y el de los semitas.
Tampoco es cierto que Marr utilizara el término por primera vez en su panfleto de 1879 La victoria del judaísmo sobre el germanismo. En él, el término no aparecía ni una sola vez. Aunque en el libro se hablaba mucho de semitas y de semitismo, Marr prefirió usar el término “antijudaísmo” —o términos derivados— para referirse a esa reacción hostil hacia los judíos que a su juicio serviría para evitar la supuesta judaización de la sociedad germana. Marr utilizó por primera vez el término “antisemita” cuando dio nombre a la asociación que fundó en octubre de 1879, la “Liga antisemita”. A partir de ese momento el término empezó a popularizarse.[2] Aunque esto también pueda parecer anecdótico, muestra cómo la adopción del término “antisemitismo” por los propios antisemitas, no fue una opción espontánea, natural. Los términos que de forma natural utilizaban al principio los posteriormente llamados antisemitas eran términos tales como antijuif, antijudaïsme, antijüdische, o anti-Jewish. La adopción del término “antisemitismo” por los antisemitas fue el resultado de una estrategia consciente tendente a recabar mayor apoyo social para el movimiento evitando una de las acusaciones que con más frecuencia había recibido, la de estar inspirado por la intolerancia y el fanatismo religioso. Los antisemitas empezaron entonces a contra-argumentar diciendo que su odio antijudío no estaba motivado por la religión de los judíos, sino por su “raza”. Se culminaba así el proceso de secularización del discurso antijudío que había comenzado en el siglo XVIII.
Sin embargo, aunque hablaban mucho de “espíritu semita” o de “semitismo”, la atención de la mayor parte de los antisemitas que se apropiaron del discurso secularizado de la “raza” estaba sola y exclusivamente centrada en el caso judío —aunque hay excepciones, como la de Drumont—. Contra el resto de pueblos semitas su actitud fue neutra, cuando no favorable. Incluso algunos antisemitas, conscientes de esta contradicción, consideraron que el término antisemitismo no era adecuado.[3] Su “problema” eran los judíos, no todos los semitas. De hecho, cuando los intereses de los judíos entraban en colisión con los de algún otro pueblo identificable como semita — como el árabe—, pocos de ellos se frotaron las manos viendo cómo dos “enemigos acérrimos de la raza aria” se enfrentaban. Muy al contrario, no faltaron los antisemitas que estuvieron rápidamente dispuestos a ponerse al lado del bando adversario del judío, por muy semita que fuera también.
Es paradigmático, en este sentido, el caso de los antisemitas franceses en la Argelia colonial. En el marco del conflicto abierto a partir de la concesión de la ciudadanía francesa a los judíos de la colonia, los colonos antisemitas se pusieron del lado árabe, y no se mostraron muy dispuestos a adoptar el término antisémitisme y todo el relato del enfrentamiento entre arios y semitas que le acompañaba. Hacerlo les habría enfrentado a los árabes, que además eran la mayoría de la población de la colonia, de manera que siguieron llamando a sus publicaciones con nombres tales como L’Antijuif, Le Combat Socialiste Antijuif, La Trique Antijuive o L’Union Antijuive; y a sus organizaciones con nombres como Parti Antijuif Algérien o Parti Français d’Union Républicaine Antijuive.
En cambio, los antisemitas más apegados a los presupuestos confesionales fueron más proclives a mostrar su hostilidad hacia otros pueblos semitas como el árabe, pero esto más por su carácter musulmán que por su carácter semita. Autores como Louis de Bonald o Gougenot des Mousseaux, dejaron bien claro que el enemigo islámico era al menos tan peligroso como el judío, y debía ser puesto a raya con la misma contundencia.
Por tanto, las pretensiones de los antisemitas que adoptaron el discurso secularizado de la “raza” —pues, como decimos, no lo hicieron todos—, no fueron más que eso, pretensiones. Más allá de sus apelaciones a las “verdades de la ciencia racial”, lo cierto es que la religión judía siguió ocupando un lugar central en su discurso, ya fuera como causa del carácter maléfico de los judíos o como su manifestación más acabada.
De modo que resulta bien difícil defender que el término antisemitismo resulta de utilidad para designar lo que realmente era el sentimiento antijudío entre finales del siglo XIX y principios del XX. Adoptando el término antisemitismo y asumiendo como cierto que, efectivamente, detrás de esa actitud existía una reacción antijudía por “motivos raciales”, estamos, ni más ni menos, que aceptando como un hecho histórico-sociológico lo que no era más que una pretensión de los propios antisemitas; y ni siquiera de todos ellos, sino solamente de aquéllos que más se ajustan al estereotipo del antisemitismo nazi.
Y es que de manera quizás comprensible el antisemitismo que inspiró el Holocausto ha eclipsado nuestra comprensión del antisemitismo nazi y del antisemitismo en general. La propaganda antisemita y racista de publicaciones como Der Stürmer, cuya virulencia estuvo inextricablemente vinculada al proceso de persecución y exterminio, en ocasiones nos ha impedido ver que al lado de esa propaganda antisemita cuasi pornográfica existía un antisemitismo más sutil, más académico, y que hizo mucho más por hacer del antisemitismo una forma de rechazo socialmente aceptable.
El antisemitismo nazi fue, como todo el antisemitismo, un fenómeno más complejo de lo que en ocasiones se pretende. Dentro de él existían diferentes tendencias, según con qué sensibilidades o creencias se combinara: desde el antisemitismo protestante tradicional al antisemitismo neo-pagano de las SS, pasando por la síntesis de los Deutschen Christen. En cuanto a las teorías racistas, su papel dentro del proceso de estigmatización, persecución y exterminio, fue en realidad equívoco: toda la legislación antisemita nazi decía apoyarse en las más modernas teorías científicas sobre las diferencias raciales, pero los científicos raciales estaban más bien lejos de ponerse de acuerdo acerca del carácter racial de los judíos —e incluso acerca del carácter racial de los alemanes—. Además, el antisemitismo racial resultaba, para algunos nazis, manifiestamente insuficiente, porque lo que había que perseguir no era sólo la herencia genética judía sino, sobre todo, la influencia “espiritual” judía, y esa influencia podía manifestarse en las ideas de alemanes “arios puros”.[4] Un tipo de persecución así, poco tenía que ver con la raza.
En definitiva, lo único que convertía a los judíos europeos en víctimas del odio de los antisemitas era su identificación con una religión percibida como amenazante, ya la profesaran ellos o la hubieran profesado sus ancestros. El único criterio identificativo real de “el judío” era el religioso, y esto, como bien mostró Raul Hilberg, hasta el mismo Holocausto.[5] De hecho, la religión, o más bien la imagen que de la religión judía tenían los antisemitas, era la única forma que tenían a su disposición para caracterizar a la “raza judía”. Eran las características que tradicionalmente el antijudaísmo había asociado a la religión judía las que permitían a los antisemitas caracterizar a la “raza judía” como enemiga irreconciliable de los demás pueblos —especialmente del cristiano—, como una amenaza de la que era necesario defenderse a toda costa. Tal imagen provenía exclusivamente de la tradición antijudía. Los antisemitas simplemente la asumieron y la reafirmaron, adaptándola a un nuevo contexto. Incluso, a la hora de tratar de legitimar tal imagen, no dejaron de usar los mismos métodos que se venían usando dentro de la tradición antijudía desde hacía siglos, como las acusaciones basadas en una lectura torticera de los textos sagrados judíos, especialmente del Talmud. Tal y como la tradición antijudía había hecho desde la Antigüedad Tardía, los antisemitas siguieron usando las historias de la Biblia como muestra de cómo era el “carácter del pueblo judío”. Y, tal y como esa tradición había establecido desde al menos el siglo XIII, siguieron haciendo uso de determinados textos talmúdicos para mostrar de qué doctrinas intolerantes, crueles y sanguinarias estaba imbuido el “espíritu judío”.
Es necesario, por tanto, entender el antisemitismo como un fenómeno complejo, en cuyo interior convivían múltiples tendencias. Es necesario, ante todo, abandonar de una vez perspectivas reduccionistas que confunden el antisemitismo con la que fue sólo una de sus manifestaciones, la racista. Por mucha influencia que esa tendencia del antisemitismo tuviera dentro de la propaganda nazi, resulta dudoso que su influencia real fuera determinante. Nada en la ciencia racial permitía identificar a los judíos como judíos, ni permitía asociar a esa identidad características negativas, amenazantes. Los nazis lo sabían y por eso, como bien ha mostrado Claudia Koonz, sus acusaciones no tuvieron más remedio que basarse en los estereotipos culturales antijudíos transmitidos por la tradición.[6]
2. La tradición
Hoy resulta difícil de aceptar la antigua idea de Hannah Arendt de que el antisemitismo y el antiguo odio antijudío por razones religiosas no tenían nada que ver.[7] Verdaderamente, Arendt tenía poca base para afirmar tal cosa. Las viejas acusaciones contra el Talmud y la acusación de crimen ritual, que tuvieron su origen en plena Edad Media, o la propia identificación de los judíos con el Anticristo, que es aún más antigua, siguieron reproduciéndose hasta el Holocausto. Juan 8:44, «vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre», será una cita omnipresente en la tradición antijudía desde la Antigüedad Tardía hasta el exterminio nazi. La persistencia de ciertos argumentos centrales de la tradición antijudía durante siglos y siglos resulta difícil de negar, hasta el punto de que es complicado no aceptar la existencia de una continuidad histórica esencial en el prejuicio antijudío desde, al menos, la Edad Media.
Y, sin embargo, también resulta complicado no percibir los cambios sufridos por el fenómeno a lo largo del tiempo.
El antijudaísmo es una tradición. Como toda tradición, está compuesto por una serie de conocimientos heredados, transmitidos de generación en generación. Pero también, como toda tradición, en su proceso de transmisión ha sufrido cambios, modificaciones, actualizaciones que han permitido su supervivencia a lo largo del tiempo. Si el antijudaísmo hubiera permanecido aferrado a presupuestos estrictamente confesionales premodernos, si no hubiera adoptado las formas impuestas por el discurso ilustrado, por el racionalista, el liberal, el nacionalista o el socialista, se habría visto limitado a ser patrimonio de un grupúsculo de incondicionales integristas. Su capacidad para mezclarse con diferentes e incluso antitéticas ideologías, para adoptar nuevos temas, para adaptarse a situaciones sociales, geográficas, y nacionales de lo más diversas, permitió a esa tradición sobrevivir, y permitió asimismo que pudiera ser asumida por un gran número de personas.
La novedad más importante introducida en la tradición antijudía es quizás la que, tras la Ilustración, llevó a la aparición de un discurso cada vez más secularizado, racionalista, de apariencia científica. La aparición de este discurso, y su generalización, influyó incluso en los antisemitas más apegados a los presupuestos confesionales, que no dejaron de tratar de dar a sus textos esa apariencia de racionalismo y cientificismo que el discurso secularizado había introducido. Todos ellos empezaron a hablar de civilización judía, de “espíritu” o de “carácter” judío, y cada vez menos de religión. Sin embargo, ninguno de ellos pudo dejar de atribuir a esa “civilización”, a ese “espíritu” o a ese “carácter”, las características que tradicionalmente se habían atribuido a la religión judía. En el discurso antijudío se tendió a la eliminación de los motivos providenciales, que nunca desaparecieron del todo —recuérdese la afirmación de Hitler: «al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor»[8]—. Se dejó de apelar a las profecías y se sacó a Dios del relato cuando resultó posible, pero se siguieron atribuyendo al judío las mismas características cuasi demoníacas que en el pasado.
La secularización del discurso fue asumida superficialmente por los autores antisemitas más apegados a los presupuestos confesionales, pero fue asumida con todas sus consecuencias por los más alejados de ellos. Éstos empezaron a atribuir el carácter maléfico de la religión judía a algo pre-existente, al “carácter judío”, una tendencia que venía de largo.
Los primeros textos antijudíos cristianos habían ofrecido un diagnóstico equívoco acerca de las causas de la maldad judía. Por un lado, se había considerado que tal maldad era producto de la negativa a aceptar a Cristo, y de la consiguiente maldición divina que había caído sobre el pueblo “deicida”. Pero, a la vez, las polémicas antijudías hicieron un gran esfuerzo para dar forma a una suerte de “carácter del pueblo” judío, previo a Cristo, que ya mostraba características maléficas: el pueblo judío había sido un pueblo descreído, pecador, que daba la espalda a los mandatos divinos a las primeras de cambio y que por ello no dejaba de ser objeto de la ira divina. Ese “carácter” maléfico de los judíos habría existido desde que el mismo pueblo judío existía, era como si el mal formara parte de su propia naturaleza.[9] Evidentemente, tales ideas proto-racistas se encontraban de frente al hecho de que Cristo había nacido del pueblo judío, así como su madre María y sus primeros seguidores. Por lo tanto, resultaba algo peligroso manejar esas historias bíblicas sobre las maldades judías como prueba de que el pueblo judío era enemigo de Dios desde el comienzo, que fue eso precisamente lo que lo llevó a rechazar y matar a Cristo, y que finalmente eso los convertía en enemigos eternos de los cristianos. De modo que ese “carácter” atribuido a los judíos no podía tener un poder determinante, podía cambiarse gracias a la misión redentora de Cristo. El bautismo era la única vía de redención para el judío.
Más tarde, ya en plena Edad Media, se descubrió el Talmud y se tendió a atribuir a ese texto el origen del Mal. Según el punto de vista de los polemistas cristianos, la religión judía post-bíblica no era la misma que la que habían profesado los judíos antes de Cristo. La religión de Moisés había sido pervertida por los fariseos, que habían dado forma a algo diferente, perverso, anticristiano, diabólico: el Talmud. Eran las enseñanzas fariseas, recogidas en el Talmud, las que estaban en el origen de la maldad judía. De ahí se deducía que, eliminando el Talmud, los judíos verían la luz y abrazarían a Cristo. Era, pues, la religión judía, tal y como la enseñaban los talmudistas, la que hacía maléfico al carácter judío.[10]
A partir de los siglos XVII y XVIII el discurso se secularizó y se invirtió el orden causal. La causa del mal ya no era religiosa, sino previa a la religión: era el carácter judío el que daba forma a la religión judía, y no al revés. Antes de existir la Biblia y el Talmud, ya existía el pueblo judío. Tal pueblo tenía un carácter y ese carácter era el que se reflejaba en sus textos sagrados. Si los textos contenían maldades, era porque el carácter de ese pueblo era maligno. Ahora, ¿cuál era el origen de ese pueblo? ¿Por qué era así su carácter? Para explicarlo, entraron en juego las teorías filológicas que habían dividido al mundo entre arios y semitas. Tales teorías se convirtieron pronto en raciales, pues se identificó a cada lengua originaria con un pueblo originario. A cada pueblo se le atribuyó un carácter, pero ¿cómo era? ¿Cómo eran los arios y cómo los semitas? Para responder a esas preguntas el orden causal se volvía a invertir, aunque de manera no explicitada. En teoría, el carácter daba forma a la religión, en la práctica la religión seguía dando forma al carácter: puesto que los antisemitas racistas no tenían ninguna forma independiente de la religión para caracterizar al carácter judío como maligno, no tuvieron más remedio que atribuir a ese carácter las características que tradicionalmente se habían atribuido a la religión judía. Así, los textos sagrados siguieron mostrando cómo eran los judíos; y a esto se le llamó ciencia.
Cambios y actualizaciones, sí, pero también una corriente continua que da forma a una tradición, a unos conocimientos heredados sobre los judíos, a una imagen amenazante del judaísmo transmitida de generación en generación.
3. La actualidad
Esa tradición pervive hoy, a pesar de que, tras el Holocausto, el antisemitismo entró en una crisis de la que no ha podido recuperarse, al menos en la Europa democrática. Aquí, los diferentes Estados promulgaron legislaciones que lo perseguían, la sociedad civil lo rechazó y denunció, y la Academia realizó un gran esfuerzo en el estudio del fenómeno y la deslegitimación de sus presupuestos ideológicos. Pero desgraciadamente hay que reconocer que, quizás, lo que más ha contribuido a que el antisemitismo se convierta en una posición ideológica marginal en Europa ha sido el propio exterminio de los judíos del continente.
Una de las grandes tragedias de la historia del judaísmo en la Europa contemporánea —aparte, obviamente, del propio Holocausto— es ésa: que Europa fue incapaz de luchar efectivamente contra el antisemitismo, y que éste sólo pudo ser marginado una vez que la mayor parte de los judíos de Europa fueron asesinados o marcharon al exilio. El antisemitismo perdió fuerza porque, para muchos, perdió el sentido en una Europa en la que los judíos ya no eran una presencia importante en sus sociedades. En tal contexto, el antisemitismo, para sobrevivir, tuvo que adoptar nuevas formas, tuvo que actualizar y metamorfosear su discurso, llenándolo de un sinfín de eufemismos.
Aunque marginado y minoritario, el antisemitismo se ha mantenido con vida, a pesar de las dificultades que ha tenido para reivindicar su sentido en una Europa sin apenas judíos. En realidad, el antisemitismo no siempre ha necesitado de la presencia judía para existir, como demuestra el caso español.[11] Para manejar, por ejemplo, la idea de que existe un gobierno judío oculto que maneja las finanzas internacionales, los movimientos revolucionarios, los medios de comunicación, etc., no es necesario que exista una presencia visible de judíos en la sociedad. Aunque es cierto que resulta más difícil atraer a una proporción importante de la población hacia ideas de ese tipo si no existe un “grano de verdad”, como decía Langmuir, que permita basar tales acusaciones sobre algo tangible. Esta dificultad ha contribuido, sin duda, a que el antisemitismo se haya mantenido marginado, presente prácticamente sólo entre algunos grupúsculos de extrema derecha.
Por otro lado, el antisemitismo, para mantenerse vivo y legitimar su razón de ser, también tuvo que enfrentarse al propio hecho del Holocausto. Resultaba evidente que la sociedad europea no iba a aceptar una doctrina que tuviera como consecuencia directa tal barbarie. Por lo tanto, era necesario negar la barbarie para mantener al antisemitismo como una doctrina socialmente aceptable. Según este punto de vista, el antisemitismo no llevaba al Holocausto, por que éste nunca había existido. De hecho, la mera existencia de la “gran mentira” del Holocausto, su asunción por parte de la inmensa mayoría de la sociedad occidental, evidenciaba la magnitud del poder judío, la capacidad que tenía para imponer una mentira de tal envergadura. La omnipresencia del mito del Holocausto no era más que una nueva prueba de la existencia de una conspiración judía internacional, de un gobierno judío oculto que dominaba todo. Sólo un puñado de valientes se atrevían a desafiar las mentiras impuestas por ese gobierno oculto, se atrevían a ir contra “lo políticamente correcto”, y decir la verdad al mundo: que nunca hubo Holocausto, o que las matanzas de judíos fueron un hecho anecdótico dentro de las atrocidades de la guerra cometidas por ambos bandos.
El “negacionismo”, como se conoce a esta tendencia intelectual, se ha convertido con el tiempo en un subgénero dentro de la literatura antisemita. Incluso, en ocasiones, puede funcionar al margen de las diatribas antisemitas, adoptando la imagen de un análisis historiográfico “serio”. En estos casos el antisemitismo se oculta en el objetivo implícito de tales “investigaciones”: evidenciar las “mentiras judías” y rescatar así al antisemitismo de la condena universal.
En cierto sentido, el ardor con el que los grupos antisemitas actuales se abrazan a las teorías negacionistas resulta irrisorio. No es el Holocausto lo único que permite condenar al antisemitismo. El antisemitismo ya era condenable antes del Holocausto, y muchas personas, judías y no judías, no cejaron en su lucha contra él. En él no veían simplemente un atentado contra los judíos. Vieron claramente que el antisemitismo era una amenaza para los valores democráticos y liberales sobre los que se basaba la convivencia en sus sociedades. Por eso lo condenaron y lo combatieron. Por eso el antisemitismo sigue siendo condenable y por eso debe seguir siendo combatido. El antisemitismo defiende que una serie de personas que son identificadas con el judaísmo —se entienda éste como grupo religioso o como grupo étnico—, suponen una amenaza. Tal amenaza debe ser conjurada mediante una serie de medidas, que pueden ir desde la discriminación, a la segregación o la expulsión. En casos extremos se proponen medidas más radicales —raramente explicitadas—, tales como la persecución o el exterminio. Por eso, por lo que el antisemitismo es en sí mismo, supone un atentado contra los derechos humanos, contra la libertad del individuo, contra su dignidad, contra la igualdad ante la ley de todos los individuos independientemente de su credo, origen étnico, sexo o ideas políticas, base sobre la que se sustenta el sistema democrático.
La referencia al Holocausto permite mostrar de forma sencilla el mal que es el antisemitismo, pero no es lo que lo convierte en un mal para nuestras sociedades. Seguiría siendo un mal aunque el Holocausto nunca hubiera tenido lugar. Además, remitirse al Holocausto como consecuencia última y necesaria del antisemitismo puede llevar a una comprensión errónea de lo que fue el exterminio programado de los judíos de Europa. El antisemitismo fue un factor necesario, pero no el único, en la deriva genocida del régimen nazi. Es un error común, incluso entre los grupos que luchan contra el antisemitismo, considerar que cualquier forma de antisemitismo es necesariamente genocida. No es así. La tradición antijudía pervivió durante siglos sin que un genocidio del pueblo judío fuera ni remotamente planteado. Salvo casos extremos, pocos autores antisemitas propusieron una solución de tal magnitud. Ninguno de los movimientos antisemitas que surgieron en el siglo XIX tenía como objetivo explícito de su política el exterminio del pueblo judío. Incluso el régimen nazi, antes de tomar el camino hacia el genocidio, barajó otra serie de medidas tendentes a combatir la “amenaza” del judaísmo. Así que el exterminio no fue una consecuencia necesaria e inevitable del antisemitismo. Fue el contexto extremo de la Segunda Guerra Mundial lo que propició que el antisemitismo radical nazi terminara dando origen a la “Solución Final”.[12]
Además de negar el Holocausto, el antisemitismo de postguerra ha tenido que ir marginando las referencias racistas de su discurso, que empezaron a resultar socialmente inaceptables. Los antisemitas más apegados a las concepciones confesionales —como, por ejemplo, los vinculados al integrismo católico— han tenido poca dificultad para hacerlo, pues en su antisemitismo las ideas raciales nunca ocuparon un lugar destacable. Los antisemitas alejados de cualquier perspectiva confesional han optado por la introducción de eufemismos, dando a su discurso una apariencia semejante a la que tenía el discurso antisemita secularizado antes de la popularización de las teorías raciales. Conceptos como los de “carácter”, “naturaleza”, “esencia”, y sobre todo el de “cultura”, que nunca estuvieron ausentes del discurso antisemita, han ocupado ahora un lugar más prominente al utilizarse como sustitutivos del concepto de “raza”. Además, ahora en lugar de hablar de jerarquías raciales, se habla de “diferencias culturales insalvables”, pero el objetivo es el mismo: mantener a raya el peligro que el judío representa mediante su segregación, legitimada ahora apelando a la necesidad de mantener la “autenticidad cultural”, puesta en peligro por la convivencia, por la mezcla, por la mera presencia de ese agente extraño al cuerpo de la nación que es el judío. Para conseguir este objetivo, el antisemitismo de postguerra ha encontrado un aliado insospechado: el sionismo, cuyo objetivo último es precisamente ese: trasladar o mantener a los judíos fuera de las sociedades mayoritariamente no judías.
A lo largo de su historia, el sionismo ha tenido una relación equívoca con el antisemitismo. Si por un lado lo condenaba, por otro lo necesitaba: era su razón de ser. El sionismo surgió como una reacción ante el antisemitismo, y una vez establecido el movimiento, necesitó del antisemitismo para dar sentido a su proyecto político y ganar apoyo entre la población judía de Europa. A la vez, el sionismo se basaba en la asunción por parte judía de una de las acusaciones básicas del antisemitismo: la idea de que los judíos de Alemania, Francia o Austria no estaban en su nación, sino que eran extranjeros. Por eso luchaban, al igual que los antisemitas, contra la asimilación. Esta actitud llevó, dice Hannah Arendt, a que, «en los primeros años», los sionistas consideraran la llegada de los nazis al poder en Alemania «como “la derrota decisiva del asimilacionismo”». Por ello, «durante algún tiempo, los sionistas se dedicaron, en cierto grado, a cooperar en forma no delictiva con las autoridades nazis».[13]
El antisemitismo, era, para sionistas como Theodor Herzl, una reacción hasta cierto punto comprensible, dado que, también desde la perspectiva sionista, los judíos eran un pueblo extraño en Europa. Para acabar con el antisemitismo había que poner solución a “la cuestión judía”, a esa presencia extraña en Europa, y esto sólo se podría hacer mediante la creación de un Estado judío. La creación de ese Estado sería el fin del antisemitismo: «en cuanto empecemos a ejecutar el proyecto el antisemitismo cesará de inmediato y por doquier. Porque es la firma de la paz», decía Herzl.[14] La posteridad le ha quitado la razón.
Por su parte, los antisemitas, desde muy temprano reaccionaron ante el proyecto sionista de dos maneras contrapuestas. Unos identificaron el movimiento sionista con la conspiración judía internacional para dominar el mundo. Los famosos sabios de Sión fueron identificados como líderes del movimiento y los Protocolos como las actas del congreso sionista que tuvo lugar en Basilea en 1897.[15] Otros le dieron la bienvenida como un avance en pos de la solución del “problema” judío en Europa. Un ejemplo de esta postura lo personifica Adolf Eichmann, quien consideraba que los sionistas, «a diferencia de los “asimilacionistas”, a quienes siempre despreció, y a diferencia también de los judíos ortodoxos, que le aburrían, eran “idealistas”, igual que él». Según Hannah Arendt —quien cita al periodista Hans Lamm—, estas ideas llevaron a los nazis a adoptar, «durante las primeras etapas de su política judía», «una actitud prosionista».[16]
Dentro del antisemitismo, ambas posturas se han mantenido diferenciadas hasta hoy, de modo que, resumiendo, se puede decir que no todo antisemitismo es necesariamente antisionista, lo hay también pro-sionista.
Tampoco todo antisionismo es necesariamente antisemita. Es quizás comprensible que el sionismo trate de inmunizarse contra las críticas mediante la identificación de éstas con una forma de pensamiento casi universalmente condenada, el antisemitismo. Esta estrategia, unida a la creencia de que el antisemitismo llevó de forma necesaria al Holocausto, hace que cualquier crítico del sionismo se convierta en un genocida en potencia. El sionismo, como cualquier otro tipo de nacionalismo étnico, y por las mismas razones que cualquier otro nacionalismo étnico, es criticable. Ninguna de las razones que pueden llevar a criticar el nacionalismo étnico, es, ni ha sido nunca, antisemita. Considerar antisemitismo la crítica al sionismo como nacionalismo étnico, es tanto como, por ejemplo, considerar antivasca la crítica al nacionalismo vasco en tanto nacionalismo étnico. El antisionismo se puede convertir en antisemitismo cuando se critica al sionismo por ser un nacionalismo étnico judío, y no por ser un nacionalismo étnico.
Existe también un antisionismo extremo que resulta enfermizo y alucinado, y que tiende a atribuir al sionismo características cuasi diabólicas, semejantes a las que el antisemitismo atribuye al “judaísmo internacional”. Ese antisionismo existe, efectivamente, y es criticable por su propia radicalidad, pero ésta, por si sola, no lo convierte en una forma de antisemitismo. Podemos identificar como antisemita al antisionismo que no establece diferencia alguna entre sionismo y judaísmo, ni entre sionistas y judíos. Tal confusión no se produce en todos los casos, por lo que no se debe establecer una identificación automática. Se produce una situación semejante con algunas críticas al islamismo radical que por su extremismo podrían considerarse formas de islamofobia. Eso siempre y cuando se pudiera comprobar que en ellas no se establece diferencia alguna entre islam e islamismo, ni entre islamistas y musulmanes.
Más allá de las críticas al sionismo, también se identifican como “antisionismo” las críticas a las políticas llevadas a cabo por el Estado de Israel. He aquí una nueva confusión. Se puede estar en contra de las políticas llevadas a cabo por el Estado de Israel —por ejemplo, las que lleva a cabo en los Territorios Ocupados—, sin ser antisionista. Se puede ser un perfecto sionista, y a la vez estar en contra de la política de defensa llevada a cabo por un determinado gobierno israelí. De modo que, ser crítico con esas políticas no implica, ni ser antisionista, ni, desde luego, ser antisemita. Aunque, evidentemente, a cualquier gobierno israelí le resulta muy cómodo inmunizarse contra las críticas alegando que cualquier crítica contra su gobierno es un atentado contra la existencia misma del Estado, cuando no un atentado contra la existencia misma del pueblo judío. El crítico se convierte así en criminal.
En cualquier caso, y a pesar de las diferentes estrategias adoptadas, el antisemitismo de postguerra no ha podido evitar verse marginado, al menos en Europa. Si antes de la Segunda Guerra Mundial, la tradición antijudía había conseguido cierta hegemonía cultural en determinados ámbitos geográficos, esta hegemonía la perdió tras el Holocausto, viéndose reducida a convertirse en una tradición marginal vinculada casi exclusivamente a la subcultura de los grupos de extrema derecha. Estos grupos, durante los últimos años han vivido también un conflicto interno entre aquellos que han querido seguir vinculados a la tradición antijudía y aquellos que han decido abandonarla —al menos en apariencia— y sustituir al enemigo judío por el enemigo musulmán dentro de su discurso, como paso previo necesario a su inclusión en el sistema. Efectivamente, especialmente desde el 11 de septiembre de 2001, los grupos políticos de extrema derecha que han intentado integrarse en el sistema político participando en elecciones e, incluso, accediendo a ámbitos de poder, han tendido casi invariablemente a sustituir el antisemitismo de su discurso por la islamofobia. Aquellos otros que, sin embargo, han preferido mantenerse como grupos marginados del sistema, han mantenido el antisemitismo como un elemento central dentro de su ideología y su discurso.[17]
En Estados Unidos la tendencia dentro de los grupos de extrema derecha parece haber sido la misma que en Europa. En otras latitudes la situación parece diferente. Especialmente en el mundo islámico, el antisemitismo parece disfrutar de buena salud. El enquistamiento del conflicto árabe-israelí ha propiciado que el discurso sobre el enemigo —común a todo conflicto armado— manejado por el lado árabe haya derivado muy fácilmente hacia los temas clásicos del antisemitismo europeo. De la misma manera, y por las mismas razones, en el lado israelí la islamofobia ha ganado una fuerza desconocida hasta no hace mucho. Ambas tendencias contribuyen, sin duda, a hacer del conflicto una lucha entre el Bien y el Mal, de la que sólo una parte puede salir vencedora, haciendo así que cualquier compromiso político entre las dos partes resulte inaceptable.
Marginal en algunas sociedades, con fuerza en otras, el antisemitismo es, en cualquier caso, una amenaza para el propio sistema de convivencia que nos hemos dado. Ataca sus valores centrales, su principios más elementales, pervierte las instituciones democráticas desde su interior cuando logra introduce en ellas, crea un malsano sentimiento de amenaza que, en un contexto propicio, puede servir para legitimar cualquier acción defensiva, sea cual sea, tendente a preservar la integridad o la propia existencia de “nuestra nación”, de “nuestro pueblo”. Y es esa pretendida necesidad de autopreservación la que puede llevar a la comisión de las mayores atrocidades, como la historia nos ha enseñado.
Notas:
[1] Véase Hebräische Bibliographie: Blätter für neuere und ältere Literatur des Judenthums, nº 13 (enero-febrero de 1860), p. 16.
[2] Véase Moshe Zimmermann, Wilhelm Marr, the Patriarch of Antisemitism, Studies in Jewish History (Nueva York: Oxford University Press, 1986), pp. 88 y ss.
[3] Véase Zimmermann, Wilhelm Marr, pp. 112 y ss.
[4] Véase, por ejemplo, “«Weisse Juden» in der Wissenschaft”, Das Schwarze Korps, nº 28, 15 de julio de 1937, p. 6, cit. en Klaus Hentschel, ed., Physics and National Socialism: An Anthology of Primary Sources (Basilea y Boston: Birkhäuser Verlag, 1996), pp. 152-57.
[5] Raul Hilberg, La Destrucción De Los Judíos Europeos (Madrid: Akal, 2005), pp. 79-80.
[6] Claudia Koonz, La Conciencia Nazi: La Formación Del Fundamentalismo Étnico Del Tercer Reich (Barcelona: Paidós, 2005), p. 229.
[7] Hannah Arendt, Los Orígenes Del Totalitarismo (Madrid: Taurus, 2004), p. 13.
[8] Adolf Hitler, Mi Lucha (Barcelona: F. E., S. L., 2003), p. 28.
[9] Véase, Raúl González Salinero, El Antijudaísmo Cristiano Occidental (Siglos Iv Y V) (Madrid: Trotta, 2000), p. 140.
[10] Véase Jeremy Cohen, The Friars and the Jews. The Evolution of Medieval Anti-Judaism (Ithaca N. Y.: Cornell University Press, 1982).
[11] Gonzalo Álvarez Chillida, El Antisemitismo En España: La Imagen Del Judío, 1812-2002 (Madrid: Marcial Pons, 2002).
[12] Véase, sobre esto, Michael R. Marrus, «The Theory and Practice of Anti-Semitism,» Commentary 74, no. 2 (1982).
[13] Hannah Arendt, Eichmann En Jerusalén (Barcelona: Debolsillo, 2004), p. 92.
[14] Theodor Herzl, El Estado Judío (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2005), p. 123.
[15] Serge Nilus, ed., Los Protocolos De Los Sabios De Sión, edición completa con estudios y comentarios de M. E. Jouin, traducción española del duque de la Victoria ed. (Madrid: Librería El Galeón, 2002), pp. 5-6, 25 y 149.
[16] Arendt, Eichmann En Jerusalén, pp. 68 y 90.
[17] Véase Fernando Bravo López, En Casa Ajena: Bases Intelectuales Del Antisemitismo Y La Islamofobia (Barcelona: Ed. Bellaterra, 2012), pp. 317-43, Michel Wieviorka, ed., La Tentation Antisémite: Haine Des Juifs Dans La France D’aujourd’hui (Paris: Laffont, 2005), Jose Pedro Zúquete, «The European Extreme-Right and Islam: New Directions?,» Journal of Political Ideologies 13, no. 3 (2008).