Presentación:
En este documento de trabajo ofrecemos un análisis acerca de la relación entre antisionismo y antisemitismo. Se defiende que esta relación no es necesaria y que, por lo tanto, aun cuando hay determinadas formas de antisionismo que son antisemitas, no todo antisionismo necesariamente lo es. Determinar cuándo confluyen ambas actitudes no siempre es una tarea sencilla, y realizar equivalencias simplistas puede servir para silenciar cualquier crítica y coartar la libertad de expresión. Igualmente discutimos cómo en los últimos años la confusión entre antisionismo y antisemitismo ha ganado fuerza, principalmente a consecuencia de la adopción por muchos Estados de la definición de «antisemitismo» defendida por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA). Analizamos el origen de esa definición y la problemática forma en la que ha sido adoptada y usada. Finalmente ofrecemos un análisis en profundidad de la propia definición de la IHRA y mostramos que resulta totalmente inútil para identificar el antisemitismo; pero, sin embargo, puede servir para mermar algunos derechos fundamentales.
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Nacionalismo, antisionismo y antisemitismo
Todo movimiento nacionalista, y el sionismo no es más que eso, tiende inevitablemente a arrogarse la representación exclusiva del pueblo con el que se identifica. Los nacionalistas piensan que, si la nación existe, si ha sido capaz de “renacer” después de largos periodos de “decadencia y postración”, si es capaz de “defenderse de sus enemigos”, es sólo gracias a ellos. Ellos encarnan sus ideales, sus virtudes, su espíritu. Ellos son la nación.
Dado que los nacionalistas son los únicos que encarnan a la nación, cualquier crítica contra su proyecto político, contra sus métodos, contra su ideología, inmediatamente se convierte, para ellos, en un ataque dirigido contra la nación en su conjunto. Quienes no comulgan con sus ideas, no lo hacen porque tengan razones legítimas para ello, sino por puro odio. De esta manera, defienden, quien critica el nacionalismo catalán lo hace porque odia Cataluña y a los catalanes; quien critica al nacionalismo vasco, odia a los vascos; quien critica al nacionalismo español es antiespañol; el que critica al nacionalismo judío es, en fin, antisemita. Da igual que quien adopte esa posición crítica pertenezca de hecho a la misma nación que ellos: inmediatamente es considerado un traidor, un enemigo interno dispuesto a minar los fundamentos de la nación y a destruirla desde dentro.
Hace ya tiempo —antes de caer bajo los influjos de un nuevo nacionalismo—, Jon Juaristi describió claramente este proceso para el caso vasco:
«Fuera del nacionalismo no hay vascos. (…) Todos los demás habitantes del país, cualquiera que sea su apellido y lugar de nacimiento, serán españoles, maquetos, advenedizos, invasores. (…) En el límite, si todos los demás desertan, la patria es uno mismo. Y el resto, el enemigo». (Juaristi 2001, 263-64)
El sionismo, desde su creación a finales del siglo XIX, ha creído representar a todo el pueblo judío, pero nunca ha sido así. De hecho, hasta la Segunda Guerra Mundial, era un movimiento muy minoritario entre los judíos. Incluso muchos de los que llegaron a Israel durante los años treinta del siglo XX huyendo del nazismo eran totalmente indiferentes respecto al proyecto sionista, algo de lo que se quejaban repetidamente los líderes del Yishub (Segev 1994). Ni entonces ni hoy ha logrado el sionismo englobar a todo el pueblo judío bajo su proyecto, aunque ciertamente desde al menos 1967 su grado de hegemonía ideológica ha crecido de manera muy reseñable.
Siendo evidente, por tanto, que sionismo no equivale a pueblo de Israel —pues hay israelíes sionistas y no sionistas, judíos y no judíos—, y mucho menos a pueblo judío, parece claro que criticar a esta forma de nacionalismo, a su proyecto de sociedad, a sus pretensiones y objetivos, no tiene por qué considerarse una crítica a todo el pueblo judío, y menos aún antisemitismo.
Sin embargo, conforme se han multiplicado las críticas a su ideología, a su proyecto político y a sus métodos para llevarlo a la práctica, la tendencia invariable entre los representantes del sionismo y sus defensores ha sido la de acusar a sus críticos de ser antisemitas, sin más. La oposición al nacionalismo judío no sería, ni siquiera algunas veces, una postura política legítima, sino que siempre sería producto del más obsceno odio. De esta manera, cualquier forma de oposición a la ideología y el proyecto político del nacionalismo judío queda ipso facto deslegitimada, desprestigiada, condenada como muestra de un odio irracional, visceral, atávico y genocida.
Esta forma de deslegitimación no siempre es una cínica estrategia retórica diseñada para silenciar toda oposición. Muchas veces —y seguramente es así entre la mayor parte de la población identificada con ese nacionalismo—, se trata de una reacción provocada por un sincero sentimiento de victimismo, de un franco convencimiento de que se forma parte de un pueblo incomprendido, amenazado, odiado e incluso perseguido por los demás. Para quien se siente así, toda crítica hacia a ese nacionalismo no sería sino una prueba más de que ese odio es muy real.
Debe tenerse en cuenta que un elemento central de la socialización en ambientes nacionalistas son las historias de derrotas, humillación, persecución y martirio. Estas “historias de nacionalistas” (Juaristi 2001) contribuyen como ningún otro elemento del discurso nacionalista a reforzar el sentimiento de unión y solidaridad entre los miembros de la comunidad nacional, precisamente por la hermandad que crea el sentirse odiados por los demás —la convicción de encontrarse solos frente a un mundo hostil y amenazante, y de que sólo pueden hallar la paz y la seguridad junto a “los suyos”—.
Esta idea es particularmente fuerte entre muchas personas que se consideran a sí mismas judías y que se identifican con el proyecto sionista; y no sin motivo. Las “historias de nacionalistas” sobre las que se basa el sionismo son particularmente poderosas. Son historias de una humillación constante, una secular persecución, de mártires y héroes, como todas las “historias de nacionalistas”, pero, en este caso, esas historias han sido aceptadas además por muchos otros pueblos, por generaciones y generaciones de seres humanos. Son historias en las que esos otros pueblos se han visto reflejados, pueblos que se han creído un “nuevo Israel”, un nuevo “pueblo elegido”, precisamente porque en su mayor parte están contenidas en el libro sagrado de miles de millones de personas: la Biblia. Esas historias, que remiten a episodios del pasado —algunos verdaderos, otros legendarios—, leídas sin referencia al contexto en el que ocurrieron, despreciándolo totalmente, convertidas así en relatos míticos, fundacionales; leídas, además, sin solución de continuidad, junto a relatos de episodios más recientes de humillación, persecución y exterminio; dan como resultado la construcción de una concepción de la historia del pueblo judío que Salo W. Baron llamó “historia lacrimosa” (Chazan 2015): una historia de sufrimiento ininterrumpido, sin momentos de paz, sin descanso, sin convivencia pacífica con los demás pueblos; una historia en la que sólo la marginación, la degradación, el odio, la persecución y el martirio están presentes. Así se crea la imagen del pueblo víctima por excelencia, del pueblo que sólo puede sobrevivir si vive aparte del resto, porque no tiene sitio al lado de las demás naciones, que lo odian profundamente.
Este sentimiento de soledad frente al mundo, de hallarse rodeados por un mundo que les odia y que, a la menor oportunidad, tratará de acabar con ellos, lleva también a reforzar la convicción de que no importa lo que digan los demás, porque cualquier cosa que digan estará guiada por ese odio apenas encubierto. La crítica, la oposición, no serán más que una prueba más de esa animadversión eterna que los demás sienten hacia ellos. En este caso, invocar el odio no sólo sirve para silenciar al oponente, sino también para inmunizarse frente a sus críticas. Al achacar al odio su razón de ser, quedan inmediatamente clarificadas y ya no hay necesidad de preguntarse nada, de plantearse si quizás el oponente pudiera tener alguna razón legítima. No hay motivo, pues, para el autoexamen y menos para la autocrítica, ya que nada de lo que el oponente les achaca tiene que ver con las ideas que ellos defienden, ni con lo que hacen o dejan de hacer, sino que tiene que ver con lo que son, porque les odia por lo que son. De manera que no hay nada que puedan hacer para remediarlo sin poner en duda su propio ser, su identidad o su propia existencia. Lo mejor es no escucharlo, o sólo escucharlo para reafirmar la unidad frente a su odio. Opera aquí un comportamiento reflejo del que se achaca al oponente, porque en el fondo se rechaza lo que este pueda objetar en base a un presupuesto no siempre explicitado: la idea simple de que “no es de los nuestros”. Dice lo que dice, porque es lo que es: alguien ajeno a nuestra comunidad y que nos odia, como todo aquel que no forma parte de ella.
Toda crítica se entiende así en términos existenciales: oculta odio y deseo de destrucción, de aniquilación total de la comunidad nacional. Y así, de esta manera, toda oposición tiende a reforzar más que a minar la cohesión interna de la comunidad nacional. Todo movimiento construido sobre ese sincero sentimiento de victimismo sólo se refuerza cuando todo lo que percibe del mundo exterior confirma sus presupuestos de partida: nos odian, estamos solos frente al mundo, sólo estamos seguros entre los nuestros.
La fuerza de esa convicción de hallarse solos es tan fuerte que incluso a los aliados se les trata con una desconfianza y un desprecio apenas disimulado, porque en lo más profundo se mantiene el pleno convencimiento de que detrás de las buenas palabras, detrás de la supuesta amistad, no hay más que interés, y que, apenas uno rasque, enseguida aflorará el mismo odio de siempre. Por eso el apoyo de los aliados debe ser incondicional, acrítico, absoluto, so pena de evidenciar que, a pesar de apariencias, el antisemitismo les infecta también a ellos; como a todo el mundo, pues, al fin y al cabo, ese odio no es más que lo que siempre se ha creído que es: una enfermedad incurable que afecta a todos los pueblos no judíos.
Estas dinámicas identitarias perversas son muy poderosas y difíciles de romper. Ni siquiera grandes traumas o crisis nacionales llevan siempre a un replanteamiento de los fundamentos sobre los que se han construido. Unas veces lo hacen, pero otras veces la dinámica identitaria sale reforzada porque es capaz de integrar el nuevo trauma en el relato de eterno sufrimiento y persecución. Lo más perverso es cómo el sentimiento de victimismo puede llevar a estimular entre algunos miembros de la comunidad nacional un odio hacia el mundo exterior, hacia aquellos que se perciben como una amenaza; un odio que puede llevar incluso a un deseo de acabar con aquellos que, a su juicio, ponen en peligro la propia existencia de la comunidad nacional. La víctima puede así convertirse en verdugo.
Esta conversión no es fruto de una especie de síndrome psicológico inevitable, sino más bien consecuencia de una elección consciente estimulada por el deseo de liberarse de una amenaza que se considera inminente y existencial: una reacción que se considera una forma de legítima defensa. Matar se convierte así en una forma de liberación.
Elie Wiesel vio esto con total claridad y lo reflejó a la perfección en El Alba, cuando describió el pensamiento de uno de sus personajes: uno de los pioneros del sionismo que en Palestina abrazaron el terrorismo como forma de actuación política frente a las autoridades británicas y la oposición árabe. Matar, para él, era el único camino, una salida al bucle eterno de persecuciones y humillaciones sufridas por el pueblo judío; era una forma de redención:
«Durante generaciones quisimos ser mejores, más puros que nuestros perseguidores. Ya conocen el resultado: Hitler, los campos de exterminio de Alemania. Bueno, ya estamos hartos de ser más justos que los que tienen la pretensión de hablar en nombre de la justicia. Ellos no invocaban la justicia cuando los nazis aniquilaban a la tercera parte de nuestro pueblo. Cuando se mata a los judíos, todo el mundo calla. Veinte siglos de nuestra historia lo prueban. No podemos contar con nadie salvo con nosotros mismos. Si hay que volverse injusto e inhumano para expulsar a los que son injustos e inhumanos con nosotros, lo seremos. No nos gusta sembrar la muerte. Hasta ahora hemos preferido siempre el papel de víctima al de verdugo. NO MATARÁS: ese mandamiento fue dado a la humanidad desde la cima de uno de los montes de Palestina. Fuimos los únicos en obedecerlo. Pero dejaremos de hacerlo. Seremos como todo el mundo. La muerte será, no nuestro oficio, sino nuestro deber. Durante los días, las semanas y los meses futuros, sólo deben pensar en esto: matar a los que nos convierten en asesinos… Matarlos para que podamos ser hombres…». (Wiesel 2013, 155-56)
Esa reacción defensiva frente a un mundo exterior que se percibe como una amenaza, reflejada en la estrategia de deslegitimación de toda crítica u oposición al proyecto sionista, es comprensible, pero eso no la hace menos injusta y abusiva. La oposición al nacionalismo judío puede ser tan legítima como la oposición al nacionalismo catalán, español, vasco o de cualquier otro tipo. Los fundamentos ideológicos sobre los que se puede asentar esa oposición pueden ser los mismos que los usados para criticar a cualquier otro tipo de nacionalismo étnico. Igual que se puede estar en contra de que Estados Unidos sea un Estado privativo de los blancos anglosajones protestantes; o igual que se puede estar en contra de que Alemania sea el Estado únicamente de aquellos que llevan “sangre alemana”; uno puede estar en contra de que el Estado de Israel sea únicamente el Estado de los judíos, y defender, en cambio, que Israel debe ser el Estado de todos los israelíes, judíos y no judíos. Esto parece totalmente evidente, a no ser que se piense que el nacionalismo judío es especial, diferente del resto, exclusivo, precisamente por ser judío —lo que, paradójicamente, vendría a ser un argumento antisemita utilizado para defender el sionismo—, y que, mientras el resto de nacionalismos pueden ser criticados, sólo él debe permanecer intocable.
Ni siquiera el antisionismo más radical, basado en una imagen estereotipada y simplista —o incluso demonizada— del sionismo, tiene por qué ser antisemita necesariamente. Uno puede odiar el proyecto político sionista, su ideología y sus métodos para conseguir sus objetivos y, a pesar de ello, ser perfectamente capaz de diferenciar entre judaísmo, pueblo judío y sionismo; y tener muy claro que confundir esas tres cosas no sólo es un error, sino tremendamente injusto. Un ejemplo claro serían los muchos judíos ortodoxos que se oponen vehementemente al sionismo.
Es el caso también de muchos judíos laicos y religiosos que entre finales del siglo XIX y principios del XX consideraban que el sionismo era una ideología que amenazaba el proceso de integración y normalización de la población judía de Europa, porque hacía el juego a los antisemitas al afirmar que la patria de los judíos no estaba en los diferentes países en donde vivían, sino fuera de ellos, en un Estado propio, y que, por tanto, “había que echarlos de Europa”, porque eran un pueblo extraño en ella. No en vano, estos judíos llamaban a los sionistas “antisemitas judíos”; el mismo epíteto que, a su vez, los sionistas lanzaban contra ellos (Reitter 2008).
Es el caso incluso de muchas de las víctimas judías del antisemitismo nazi, las cuales, a pesar de sufrir la humillación, la persecución, la tortura y el exterminio nunca se sintieron identificados con el proyecto del nacionalismo judío. Por ejemplo, Victor Klemperer, que sólo se libró de ser deportado a los campos de exterminio porque se había convertido al protestantismo y estaba casado con una alemana de “sangre aria”, que perdió su trabajo en la universidad, que sufrió el ostracismo y la marginación a consecuencia de la legislación racial de los nazis, nunca dejó de quejarse de la creciente influencia del sionismo entre sus allegados. Así, decía: “Ahora oímos hablar mucho de Palestina; a nosotros no nos atrae. Quien va allí cambia el nacionalismo y la estrechez por el nacionalismo y la estrechez” (Klemperer 2003, 37); y, de manera más contundente todavía, dejó escrito que:
«Para mí los sionistas, que quieren empalmar directamente con el Estado judío del año 70 d.C. (…), son exactamente igual de repugnantes que los nazis. Con su fisgoneo en las relaciones de sangre, con su «viejo ciclo cultural», con su en parte fingida en parte obtusa marcha atrás del mundo se asemejan a los nacionalsocialistas». (Klemperer 2003, 115)
Sobre esta comparación entre sionismo y nazismo volveremos más adelante. De momento sólo diremos que Klemperer no fue, desde luego, el único judío que despreciaba y rechazaba la ideología sionista. Karl Popper, que procedía también de una familia de origen judío, tenía ideas semejantes. Para él, no sólo el sionismo era un error, sino que también lo era la propia creación de Israel, aunque, una vez creado el Estado, no pensaba que pudiera darse marcha atrás. Eso, sin embargo, no le hizo menos crítico con cómo se había fundado siguiendo pautas etnicistas, lo que le daba, según él, un carácter “racial”. Así, afirmaba en 1984:
«De todos los países que se benefician de la civilización europea, sólo Sudáfrica e Israel tienen leyes raciales que distinguen entre diferentes grupos de ciudadanos por sus derechos. Los judíos estaban contra el racismo de Hitler, pero el suyo va un paso más allá, pues determinan la identidad judía a partir de la madre solamente». (Hacohen 2019, 328, n. 135).
Evidentemente, esa postura contraria a una ideología política que consideraban retrógrada, y hasta racista, no convertía a Klemperer y a Popper en antisemitas. El sionismo, sin embargo, no opinaba —ni opina— igual, y sigue considerando que estos judíos que rechazaban —y rechazan— el sionismo son “judíos que se odian a sí mismos” (Reitter 2008).
Por todas estas razones que hemos enumerado, se hace necesario diferenciar claramente lo que es el antisemitismo —que se dirige contra los judíos en tanto que judíos—, del antisionismo —que se dirige contra una ideología política, una forma de nacionalismo étnico—, de la crítica a Israel, que puede efectuarse sin necesidad de estar en contra de la propia existencia del Estado y sin estar en contra de la ideología sionista. Estas tres posturas, en principio, son diferentes y no deben confundirse todas bajo la idea de que siempre, necesariamente, se basan en el odio hacia los judíos por serlo.
Dicho todo esto, también resulta obligado señalar que es cierto que muchos antisemitas han representado al sionismo, casi desde la misma fundación del movimiento, como encarnación del pueblo judío, o más bien como su sublimación. Mientras abrazaban sus propios nacionalismos excluyentes, esos antisemitas atacaban —y atacan— al sionismo, no por ser el nacionalismo excluyente que también es, sino por ser judío: encarnaba toda la maldad que esos antisemitas atribuían —y atribuyen— al pueblo judío. De esta forma, es cierto que también hay un antisionismo que es antisemita —como hay un antinacionalismo catalán que es anticatalán, o un antinacionalismo español que es antiespañol—. Pero eso no da derecho a extrapolar y a considerar que todo antisionista es, por definición y necesariamente, un antisemita.
De igual manera resulta importante no olvidar que también hay un antisemitismo favorable al sionismo, y que lo ha habido desde hace mucho tiempo. Aunque parece inconcebible, es cierto que, antes de que la Solución Final se pusiera en marcha, algunos nazis contemplaron el sionismo con cierta simpatía, como una solución a la “cuestión judía”: si todos los judíos se marchaban a Palestina, el “problema judío” desaparecería en el Reich alemán. Así, por ejemplo, Alfred Rosenberg, afirmaba en 1920: “Se brindará un decidido apoyo al sionismo para fomentar el regreso a Palestina, cada año, de una cantidad de judíos alemanes por determinar, o para favorecer, en cualquier caso, su salida del territorio nacional” (Rosenberg 2015, 624). De manera semejante, Hannah Arendt explicó cómo Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables del exterminio de los judíos de Europa, tras la lectura de El Estado judío de Theodor Herzl, se “convirtió” al sionismo, “doctrina de la que jamás se apartaría”. Para Eichmann, los sionistas, a diferencia de los judíos “«asimilacionistas», a quienes siempre despreció, y a diferencia también de los judíos ortodoxos, que le aburrían, eran «idealistas», igual que él”. (Arendt 2004, 67-68). Esta tradición se ha mantenido entre ciertos movimientos europeos de extrema derecha que ven en el proyecto etnicista del sionismo un modelo a seguir (Kahmann 2017).
En la misma línea, también hay un sionismo cristiano —con mucha influencia política y social en Estados Unidos— que, mientras maneja los estereotipos antisemitas más manidos, defiende el proyecto sionista como un paso necesario, providencial, en la culminación del plan divino que ha de llevar al Fin de los Días. En ese plan, la reunión de los judíos en Tierra Santa sería el primer paso hacia el Armagedón, la batalla final entre el bien y el mal, en el transcurso de la cual la mayor parte de los judíos reconocerá a Jesús como su Mesías y el resto perecerá (Spector 2009; Abraham y Boer 2009).
Visto lo visto, parece claro que esta estrategia deslegitimadora y hasta criminalizadora de la oposición al nacionalismo judío resulta insostenible y debe ser denunciada. Sin embargo, a pesar de todo, lleva siendo utilizada desde hace varias décadas, y en los últimos años ha adquirido una fuerza sin precedentes. Esto se debe, en buena medida, al éxito que ha logrado en el ámbito internacional una nueva definición de “antisemitismo”, la defendida por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA en sus siglas en inglés).
Definiendo el antisemitismo, por la fuerza
Definir un fenómeno social nunca es sencillo y nunca es definitivo: nunca se define de una vez y para siempre, al menos no dentro de las ciencias sociales. El lenguaje cotidiano, sin embargo, funciona de manera algo diferente. En él las definiciones suelen ser más estables. Además, cuando existen instituciones —como la Real Academia de la Lengua— que dan su marchamo de autoridad a las definiciones que recogen en sus diccionarios, estas se vuelven de alguna manera canónicas; al menos, como decimos, en el lenguaje cotidiano; y al menos, como decimos, durante un tiempo relativamente largo.
Las definiciones en ciencias sociales, en cambio, destacan por su provisionalidad (Mauss 2002). Están presididas por la discusión, la reevaluación y, finalmente, la redefinición. Cuando un investigador, a partir de una serie de razones y datos empíricos, propone definir un fenómeno social de una manera, después siempre vendrá otro que, ofreciendo también razones y datos, propondrá una reformulación de la definición previa o, quizás, una nueva definición totalmente diferente. Las definiciones en ciencias sociales son siempre “definiciones de trabajo”.
Una definición de trabajo es precisamente una herramienta que nos permite dar comienzo a una investigación. El problema que este tipo de definiciones trata de solventar es sencillo: no podemos investigar un fenómeno social sin definirlo antes. Sin una definición previa, sin saber algo de las características principales de ese fenómeno, ¿cómo podríamos identificarlo en el mundo real? La definición de trabajo, precisamente por su carácter provisional, de hipótesis de trabajo, de pura herramienta diseñada para poder comenzar a trabajar, trata de soslayar este problema. Esta definición preliminar surge de la comparación del fenómeno que queremos estudiar con las demás cosas del mundo que ya conocemos. A partir de ella podemos detectar una serie de particularidades que hacen que ese fenómeno sea de alguna manera diferente. Esas características que a primera vista nos permiten distinguirlo, enunciadas de manera simple, dan forma a una definición de trabajo que podemos utilizar para empezar a analizar el fenómeno. Necesariamente, deberá ser una definición amplia como para poder abarcar todos los fenómenos semejantes que entrarán en nuestro estudio, pero lo suficientemente restringida como para no incluir en él aquellos fenómenos que no tengan semejanzas con el que queremos estudiar. Sólo al final de la investigación, tras el análisis, tras contrastar nuestra definición de trabajo con la realidad social, llegaremos a una definición definitiva, que será el producto de una reformulación de la definición con la que partíamos, o, quizás, de su entera refutación.
Obviamente, al comenzar con una definición a priori, nuestro objeto de estudio se verá arbitrariamente restringido desde un comienzo. Pero esto resulta inevitable si no queremos perdernos en la inmensidad del mundo social. Evidentemente, al imponer a priori esos límites, estaremos dirigiendo la investigación en una dirección y no en otra, condicionando de manera determinante lo que vamos a ver y lo que no, a qué prestaremos atención y a qué no. Nuestra investigación, de esta forma, puede estar viciada desde sus comienzos. El hecho de que la definición se proponga como provisional, como herramienta de trabajo, evita, precisamente, que los efectos nocivos que pueda tener para nuestra investigación sean definitivos o irremediables.
¿Pero qué pasaría si una definición de trabajo resultara, en la práctica, definitiva? ¿Qué pasaría si una definición de trabajo se impusiera por ley? ¿Y qué pasaría si precisamente de esa definición se derivara la tipificación de un delito?
Imaginen por un segundo la siguiente situación: digamos que somos el Gobierno de España y que tipificamos como delito, en el Código Penal, ciertas actitudes de odio. Digamos que después, como Gobierno, decidimos adoptar una definición de “antinacionalismo catalán” como equivalente a “anticatalanismo”. Digamos también que consideramos que el anticatalanismo es una forma de odio y, como tal, perseguible según la reciente reforma del Código Penal. Imaginemos otro caso equivalente: como Gobierno de España decidimos que las manifestaciones contrarias al nacionalismo español deben definirse como manifestaciones de odio antiespañol, y, por lo tanto, como un delito perseguible. De la noche a la mañana, la crítica a una ideología política, el nacionalismo (ya sea catalán o español), se convierte en delito. El nacionalismo se convierte en una ideología protegida por la ley, a salvo de cualquier oposición.
Esto, que parece rocambolesco, que parece arbitrario y un abuso intolerable, es lo que ya está pasando con el cambio que se ha operado en la definición de “antisemitismo”.
Verán: en el año 2005 el Centro Europeo para el Monitoreo del Racismo y la Xenofobia (EUMC) planteó una “definición de trabajo de antisemitismo” (Porat 2019; Ullrich 2019; Lerman 2018; Stern 2019; Kuper 2011; Klug 2023). En esta definición de trabajo, que resultaba totalmente inoperativa, se incluían una serie de ejemplos de lo que podría identificarse como antisemitismo, entre ellos, manifestaciones de lo que podría considerarse antisionismo. Esta definición de trabajo se diseñó, según las palabras de la antigua página web del EUMC, únicamente “como una herramienta práctica para ayudar a la recolección más precisa de datos”. Además, se consideraba que era “parte de un proceso en marcha” y que, como tal, no tenía “base legal”. En un informe posterior, el EUMC recalcaba que esa definición era “un trabajo en marcha” y no algo definitivo (European Monitoring Centre on Racism and Xenophobia 2006, 22). En cualquier caso, la definición fue finalmente desechada, seguramente porque resultaba altamente problemática. Siendo así, se guardó en un cajón y ahí se quedó durante muchos años. A partir de entonces, el EUMC —rebautizado en 2007 como Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea— realizó sus informes sobre antisemitismo usando una definición mucho más certera del fenómeno, lo que resultó un acierto. Esto se puede comprobar consultando, por ejemplo, los informes publicados por la Agencia en 2011 y 2012, en donde la definición de trabajo no aparece por ningún lado, aunque sigue habiendo en ambos una gran confusión en torno a la relación entre antisemitismo y antisionismo.
Sin embargo, en el año 2005 se puso en marcha la campaña de boicot internacional contra Israel conocida como BDS (Boycott, Divestment and Sanctions). Con los años, esta campaña fue ganando adeptos y teniendo cierto éxito. Correcta o incorrecta en sus planteamientos —y nosotros pensamos que es una iniciativa errónea—, la campaña empezó a ser atacada, desde ciertos sectores de la opinión pública, como una campaña antisemita. Según este punto de vista, la campaña no se organizaba para visibilizar la situación desesperada en la que viven millones de palestinos en los Territorios Ocupados, no se hacía para denunciar las políticas de asentamientos ilegales israelíes, ni siquiera para denunciar los castigos colectivos y la vergonzosa situación en la que los diferentes gobiernos de Israel han mantenido a la franja de Gaza. No, ninguno de esos eran motivos reales. Si los partidarios del BDS querían boicotear a Israel, no era por ayudar a los palestinos, era porque no podían reprimir su odio a los judíos, a todos los judíos: su antisionismo no ocultaba más que su antisemitismo.
El único obstáculo para mostrar a todo el mundo que el antisionismo era en realidad una forma de antisemitismo era que muy pocos especialistas definían el antisemitismo en esos términos. Pero alguien debió preguntarse: “¿Qué pasaría si nosotros impusiéramos la definición? Y podríamos ser más ambiciosos: ¿Qué pasaría si se presionara para que los diferentes Estados del mundo adoptaran nuestra nueva definición de antisemitismo?”. Ahí es cuando la antigua definición del EUMC se sacó del cajón en el que había estado tanto tiempo, se maquilló un poco —tampoco demasiado— y se convirtió en la “definición de trabajo de antisemitismo” de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (la IHRA en sus siglas en inglés).
Después vino el trabajo de conseguir que los Estados la aceptaran. De momento ya han sido 43. En 2018, incluso el Consejo de Europa “llamó a los Estados miembros a adoptar la definición de la IHRA «como una guía útil en la educación y la formación, incluyendo a las autoridades encargadas de la aplicación de la legislación en sus esfuerzos para identificar e investigar ataques antisemitas de manera más eficiente y efectiva»” (European Union Agency for Fundamental Rights 2023, 26).
Antes de seguir, un inciso: en realidad, la IHRA no deja claro en ningún momento a qué se refiere con “definición de trabajo”; es decir: “no ofrece una definición clara y coherente de su propia definición” (Klug 2023, 197). De hecho, mientras en la versión alemana se utiliza un término equivalente al «working definition» inglés —“Arbeitsdefinition”—, en la versión española se traduce por “definición práctica”; de manera semejante, en francés se usa la expresión “définition opérationnelle”. Se trata de una curiosa traducción que incide en la línea de maquillar la pretensión de provisionalidad de una definición de trabajo para darle un carácter más definitivo, por práctico. Esto estaría en línea con lo que algunos defensores de la definición han declarado: que esta no pretendía adecuarse a unos estándares académicos o científicos, sino simplemente ser práctica para la identificación de incidentes antisemitas (Porat 2019). Pero hay que aclarar que, en ciencias sociales, “working definition” es la expresión que se utiliza para referirse a una definición de trabajo, tal y como la hemos definido más arriba; es decir, como algo incompleto y provisional, pero útil para poder empezar a trabajar; siempre con vistas a su reformulación futura —que, como hemos visto, era la pretensión original del EUMC—. Sin embargo, en la práctica, la definición está siendo usada como si fuera definitiva: no ha habido posteriormente ningún trabajo de análisis y reformulación de la definición de trabajo y, en cambio, está siendo usada sin mayor escrúpulo. Esto, evidentemente, conlleva muchos problemas. Como explica Peter Ullrich: “Teniendo en cuenta el carácter incompleto” de la definición, ya que no ha llevado a un posterior proceso de investigación exhaustivo ni a un desarrollo conceptual, “tal definición no puede ser fácilmente aplicada (y menos aún por no especialistas) sin reproducir precisamente los problemas que se derivan de su estado inacabado” (Ullrich 2019). En cualquier caso, como explica el mismo autor, si la definición de la IHRA se considera una “definición de trabajo”, debe cumplir con los criterios epistemológicos y lógicos generalmente aceptados; y si se trata de una “definición práctica”, entonces debe ser útil en diferentes situaciones, y los usuarios, incluso los que no tienen una especialización en el tema, deben poder usarla de manera sencilla. La definición de la IHRA, sin embargo, no cumple ninguno de los dos requisitos: ni es “de trabajo”, ni es realmente “práctica” (Ullrich 2019).
La confusión en torno a la definición es todavía mayor (Klug 2023), porque incluye, por un lado, dos frases que se adecúan de manera más clara a lo que podría ser una definición de diccionario, y, por otro, un total de 11 ejemplos de lo que “podría” ser antisemitismo, entre los que se incluyen hasta 7 que remiten a la crítica a Israel. La IHRA, sin embargo, no deja claro si la definición que los diferentes Estados miembros aprobaron en su sesión plenaria de 26 de mayo de 2016 se limita a esas dos frases o si incluye además los 11 ejemplos. Por la manera en la que está redactado todo el texto, con esas dos frases destacadas en negrita y rodeadas por un recuadro, parecería que sólo esa parte constituye la definición aprobada. Al parecer, algunos Estados así lo han entendido, mientras otros, y entre ellos España, consideran que la definición abarca ambas cosas. Así lo afirmó el propio Gobierno español en respuesta a una pregunta del diputado Íñigo Errejón.
Así pues, se puede afirmar que los responsables de la definición no se han caracterizado por la claridad, pero lo que sí parece evidente es que no pretenden realmente que sea provisional, “de trabajo”, sino definitiva y “práctica”, y que, además, tenga efectos jurídicos, a pesar de la retórica con la que se reviste. Porque la pretensión de que la definición no tiene implicaciones jurídicas —así lo dice textualmente: “jurídicamente no vinculante”— resulta totalmente absurda: una vez que es adoptada por los Estados como la única definición posible, las implicaciones jurídicas son inevitables. En el caso español, esto es quizás más evidente todavía desde la reforma de 2015 del Código Penal, la cual incluyó un artículo —el 510— especialmente diseñado para perseguir los delitos de odio, en el cual se establecían penas de cárcel para:
«Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad».
El Código Penal, sin embargo, no incluye ninguna definición que permita identificar esos delitos de odio. En concreto, ¿qué es “antisemitismo” para los legisladores? No se dice. ¿Cómo va entonces la policía a identificar ese delito y a perseguirlo? ¿En base a qué definición de antisemitismo van los jueces a condenar a alguien? La definición de la IHRA ha venido a suplir esta carencia, una vez que en julio de 2020 el Gobierno de España, por una decisión ejecutiva, decidió adoptarla. De esta manera, policía, jueces y fiscales tendrán a mano una definición —no sólo aceptada por el Gobierno español, sino también por 43 países de todo el mundo y la propia Unión Europea— que les permitirá perseguir el “antisemitismo”. La definición, por tanto, tendrá efectos legales en la práctica, como ha sucedido en otros países (Gould 2022; Deckers y Coulter 2022). Tendrá un efecto directo en la aplicación del Código Penal, pero —y esto es fundamental para entender la gravedad del asunto— sin pasar por ningún tipo de proceso legislativo. En la práctica, se convertirá en parte de la ley sin haber sido aprobada por el Parlamento. Una decisión ejecutiva del Gobierno lo ha hecho posible, sin que haya sido sometida a la aprobación de los representantes de los ciudadanos. Así escapa al proceso democrático y se impone por la vía de los hechos.
Pero la adopción de la definición de la IHRA puede tener efectos nefastos más allá de la propia aplicación del Código Penal, en forma de censura y limitación de las libertades de expresión, reunión y asociación. Es suficiente con que cualquier forma de ataque a las políticas de Israel sea denunciada en las redes sociales o los medios de comunicación como una muestra de “antisemitismo” para que muchas reputaciones y carreras se destruyan, muchas declaraciones se silencien, muchas manifestaciones de apoyo a la causa palestina sean sancionadas o se prohíban de manera preventiva.
El ejemplo más cercano es lo que está sucediendo tras el ataque terrorista de Hamas el 7 de octubre de 2023 y la consiguiente campaña de castigo indiscriminado contra la población de Gaza llevada a cabo por Israel. Pero la situación viene de largo. El caso más relevante y evidente es lo que sucedió en Reino Unido. La adopción por parte de este país de la definición de la IHRA en 2016 produjo una gran perturbación en esa sociedad: de la noche a la mañana pareció que en ese país había surgido un descomunal problema de antisemitismo, porque los que se acostaron un día como antisionistas se encontraron con que, a la mañana siguiente, eran considerados antisemitas. Jeremy Corbyn, el líder laborista, por su postura en favor de la causa palestina, se encontró con una campaña de desprestigio de proporciones descomunales, pues, según la nueva definición de la IHRA, se había vuelto un antisemita (Lerman et al. 2019).
Pero cosas semejantes están sucediendo en España. El caso de la campaña contra la exalcaldesa de Barcelona Ada Colau es el más evidente. Pero puede haber consecuencias más importantes. Por ejemplo, el Congreso de los Diputados ha admitido a trámite una proposición de ley, presentada por la Asamblea de la Comunidad de Madrid, que, basándose en la definición de la IHRA, pide que se deje de subvencionar con fondos públicos a organizaciones propalestinas que, por ejemplo, apoyen el BDS, por supuestamente ser organizaciones antisemitas que se dedican a promover el odio.
El problema va más allá de esa Proposición de Ley. El Gobierno ha aprobado un Plan Nacional contra el antisemitismo que basa su concepción del fenómeno en la definición de la IHRA. Es más: una de sus líneas de trabajo fundamentales es la de promover el conocimiento de esa definición y formar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en la identificación del antisemitismo a partir de ella; en definitiva, formar a jueces, maestros y otros sectores de la sociedad civil en la idea de que el antisionismo es antisemitismo. De esta manera, muy pronto nos vamos a encontrar con que todos los propalestinos de España van a ser considerados antisemitas. El antisemitismo en España, de ser un problema grave pero muy secundario, va a empezar a ser considerado un problema de primera magnitud.
Y esta es la situación: lo que aparentemente se propone como una “definición de trabajo”, “jurídicamente no vinculante”, está siendo adoptada por más y más Estados que la están utilizando para interpretar su legislación, para formar a policías, jueces y profesores, de manera que una definición hipotética, provisional, está adquiriendo el rango de definición oficial, impuesta por la fuerza.
El último paso en este proceso de estigmatización de toda oposición a las políticas de Israel en los Territorios Ocupados, o al proyecto político sionista y a sus métodos, es, evidentemente, tildar de antisemita a todo aquel que se oponga a la propia definición de la IHRA. En un informe publicado en 2021 defendiendo esta controvertida definición —y elogiando la Proposición de Ley de la Asamblea de Madrid que hemos mencionado—, la asociación Acción y Comunicación sobre Oriente Medio señalaba:
«Y como no podía ser de otro modo, estos mismos movimientos antisemitas que la definición propuesta por la IHRA enmarca como formas modernas de antisemitismo, han tratado de atacar este acuerdo internacional sobre antisemitismo con otras declaraciones paralelas como la Declaración de Jerusalén que, además de no contar con ningún tipo de respaldo institucional, no es más que un burdo intento de blanquear a estas organizaciones que se financian con dinero público para posteriormente difundir y promover odio contra judíos e israelíes. En definitiva una de las típicas estratagemas de blanqueamiento de los antisemitas modernos». (Acción y Comunicación sobre Oriente Medio 2021, 10)
La Declaración de Jerusalén sobre el Antisemitismo es una iniciativa, respaldada por cientos de especialistas en historia y sociología del antisemitismo, que se impulsó precisamente para tratar de evitar los efectos perniciosos de la definición de la IHRA. Aunque la defendida por esta Declaración también tiene sus problemas, tildar de antisemitas a académicos que precisamente han dedicado sus vidas al estudio del antisemitismo —muchos de ellos judíos e israelíes—, parece ya el colmo. Que académicos tan respetados como Michael Walzer, David Feldman, la recientemente fallecida Natalie Zemon Davis, Brian Klug, Sander Gilman, Carlo Ginzburg, Avishai Margalit, Dominick LaCapra, Claudia Koonz, Peter Schäfer, Derek Penslar, Michael Rothberg, Miri Rubin, Dirk Rupnow, Stefanie Schüler Springorum, Adam Sutcliffe, Peter Ullrich, Moshe Zimmermann, Moshe Zuckermann, Susannah Herschel, Dmitry Shumsky o Amos Goldberg puedan ser tildados tan alegremente de ser antisemitas muestra claramente a qué punto insostenible hemos llegado.
La definición de la IHRA
Para mostrar claramente de qué estamos hablando, analizaremos los aspectos más problemáticos de la definición de la IHRA. Comenzaremos, obviamente, por lo que a todas luces constituye verdaderamente un intento de definir el fenómeno: las dos principales frases de la definición, las cuales, como hemos dicho, aparecen destacadas en negrita, entrecomilladas y enmarcadas en un recuadro. La llamaremos a partir de aquí “definición principal” para diferenciarla del resto del texto, especialmente de los polémicos ejemplos de “antisemitismo”, que analizaremos posteriormente, uno a uno.
Dice así:
«El antisemitismo es una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto».
Como se puede comprobar, este intento de definir el antisemitismo resulta de una vaguedad sorprendente, y no extraña que haya despertado tantas críticas. La primera frase resulta totalmente inaceptable. Si la admitiéramos, estaríamos considerando que cualquier imagen que tengamos de los judíos, buena o mala, es antisemitismo, dado que se habla de “cierta percepción” sin aclarar de qué tipo se trataría. Tampoco aclara las cosas el añadido posterior de que “puede expresarse como el odio a los judíos”, pues ese “puede” implica que no necesariamente tiene que ser así. De forma que tenemos que el antisemitismo sería una percepción indeterminada que puede, o no, expresarse como odio. La falta de claridad no puede ser mayor.
Resulta, además, muy confuso hablar de una “percepción”, pues “percibir” implicaría un proceso pasivo por el cual el antisemita se limitaría a recibir unos datos que procesaría en su cerebro cuando recibiera un estímulo sensorial al encontrarse frente a un judío. El carácter de esa percepción, su contenido exacto, daría igual (Ullrich 2019; Deckers y Coulter 2022). El antisemitismo, sin embargo, no es una experiencia pasiva de este tipo. El antisemitismo es una construcción ideológica con toda una secular tradición detrás que no depende de que tengamos un judío enfrente y lo percibamos —que lo escuchemos u olamos, por ejemplo—. De hecho, es sobradamente conocido que uno puede ser antisemita sin haber visto a un judío en su vida. El antisemitismo en la España posterior a 1492 fue en gran medida un “antisemitismo sin judíos” (Álvarez Chillida 2002), como ha sucedido en muchos lugares de Europa después de la Segunda Guerra Mundial (Wistrich 1992).
En realidad, el antisemitismo no es una cierta percepción, sino que es la causa que provoca que se produzca esa cierta percepción: son las ideas antisemitas las que provocan que se perciba a los judíos de una determinada manera —negativa en este caso—. Suponer que es al revés, y que efectivamente el antisemitismo es una percepción, implicaría que el antisemita únicamente es víctima de un proceso sensorial provocado por el propio judío, por cómo es el judío —a no ser que pensemos que sus sentidos están atrofiados por alguna enfermedad o alucinógeno—. Pero lo cierto es que el judío en el antisemitismo es un judío en gran medida irreal, pura fabricación, no sensorial, sino ideológica. Los judíos reales —o cualquier persona que sea identificada de esa manera— son percibidos por el antisemita en función de una preconcepción, un prejuicio, una construcción ideológica previa: el antisemitismo.
En cuanto a la segunda frase de la definición principal, cabe señalar que es acertado dejar claro que las víctimas del antisemitismo pueden, o no, ser judías, dado que hay personas que sufren ataques antisemitas sin ser judíos, simplemente porque son identificados así erróneamente o porque son identificados así a partir de una definición impuesta por el agresor y que la víctima no comparte. Por ejemplo, miles de personas que no se consideraban a sí mismas judías, o que sentían una muy vaga conexión con esa identidad, fueron clasificadas como tales por las leyes raciales nazis y sufrieron por ello las mismas consecuencias que las personas que sí se consideraban a sí mismas judías. Pero, como ha señalado Klug, lo que no tiene ningún sentido es eliminar tal salvedad de la última parte de la frase, puesto que también instituciones no judías pueden sufrir ataques antisemitas (Klug 2023). Es suficiente, por ejemplo, con que se las considere “aliadas de los judíos”.
Debido a su vaguedad, es obvio que la definición principal resulta del todo inoperativa para identificar el antisemitismo. Por ello tuvo que acompañarse de una serie de ejemplos que, en la práctica, sirven de receta básica para identificar el antisemitismo —siempre que aceptemos que, efectivamente, todos ellos lo hacen—. Al final, no es la definición principal la que es “operativa”, sino los ejemplos. Esto resulta de lo más irónico, porque, como mencionamos más arriba, no se sabe hasta qué punto los Estados, cuando aprobaron la definición en la sesión plenaria de la IHRA del 26 de mayo de 2016, aceptaron únicamente la principal o si también aceptaron los ejemplos. En la práctica da igual, porque, dado que la definición principal no puede servir de ninguna manera para identificar el antisemitismo y sólo los ejemplos permiten hacerlo, son los ejemplos, y no la definición principal, lo que finalmente se utiliza en la práctica. Policías, jueces, fiscales y miembros varios de la burocracia estatal, cuando deseen saber si un hecho denunciado es antisemitismo o no, se saltarán la definición principal y acudirán directamente a los ejemplos para ver si el hecho concuerda de alguna manera con alguno de ellos.
Los ejemplos, por tanto, son, en realidad, lo único importante en la definición de la IHRA, y, siendo así, sorprende que la institución los formulara como axiomas indiscutibles y no sintiera la necesidad de explicar por qué constituirían ejemplos de antisemitismo. Sería así, porque sí. Y, sin embargo, a casi todos ellos se podría legítimamente objetar, como veremos.
En cualquier caso, hay que tener en cuenta que la lista no pretende ser una relación exhaustiva de todas las formas posibles en las que el antisemitismo puede manifestarse. Así lo explica claramente la propia definición cuando —en su versión inglesa, y sorprendentemente no en la española— deja claro que los ejemplos contemporáneos de antisemitismo “no están limitados” a los que se relacionan a continuación. De manera que ni siquiera la lista de ejemplos sirve realmente para identificar el antisemitismo en todas sus manifestaciones, lo cual merma la utilidad de la definición todavía más.
Pasaremos, pues, a revisar cada uno de los ejemplos —salvo el tercero, acerca de cuyo contenido no creemos que pueda objetarse nada—.
Ejemplo 1:
«Pedir, apoyar o justificar muertes o daños contra los judíos, en nombre de una ideología radical o de una visión extremista de la religión».
Este ejemplo sólo se puede aceptar, al menos parcialmente, si se lee a la luz de la aclaración que la IHRA inserta en la parte final de la definición:
«Los actos delictivos son considerados antisemitas cuando los objetivos de los ataques, ya sean personas o propiedades –como edificios, escuelas, lugares de culto y cementerios–, son seleccionados porque son, o se perciben como, judíos o relacionados con judíos» [Las cursivas son nuestras].
La precisión es importante, porque, de lo contrario, tales acciones no tendrían por qué ser consideradas actos antisemitas necesariamente, fueran lo crueles, salvajes o detestables que fueran. Un judío, como cualquier ser humano, puede sufrir injusticia, violencia o animadversión por todo tipo de razones, no sólo por ser identificado como judío. Evidentemente, todo ello es rechazable y condenable, pero no tiene por qué constituir una muestra de antisemitismo.
Lo que de ninguna manera se entiende es esa aclaración final: “En nombre de una ideología radical o de una visión extremista de la religión”. ¿Se está sugiriendo que, si tales acciones contra los judíos se realizan en nombre, por ejemplo, de ideologías universalistas, liberales o “moderadas” entonces ya no serían muestras de antisemitismo? Dada la sobrada capacidad que el antisemitismo ha mostrado a lo largo de toda su historia para mezclarse con todo tipo de ideologías y creencias, la restricción que establece el ejemplo verdaderamente no se comprende y parece totalmente injustificada.
Hay que tener en cuenta que durante mucho tiempo fueron precisamente algunos autores y políticos ilustrados y liberales los que, en nombre de las ideas que decían defender, construyeron y difundieron una imagen del judaísmo y los judíos — especialmente de los ortodoxos o “talmúdicos”, como los solían llamar— como orientales ajenos a la nación, como antítesis de la civilización europea, como enemigos de, y amenaza a, los principios liberales. No hay más que recordar a personajes como Voltaire (Poliakov 1984, 93-104; Katz 1980, 34-47), algunos liberales conservadores ingleses (Henriques 1968), alemanes (Katz 1980, 147-58) o rumanos (Bravo López 2012, 140-41) de la segunda mitad del siglo XIX.
Además, ¿se supone que antes de considerar un acto de ese tipo como antisemita uno debe primero determinar en nombre de qué tipo de ideología o de qué tipo de concepción de la religión se ha llevado a cabo? ¿Debe uno dilucidar antes si es “radical” o “extremista” y, si resulta que no se puede calificar así, entonces el acto en cuestión no puede considerarse antisemitismo? ¿Qué sentido tiene esto? ¿No es suficiente con que las víctimas sean identificadas con el judaísmo y ese tipo de peticiones, apoyos o justificaciones se produzcan precisamente por eso? Además, ¿qué se entiende por “radical” o “extremista”? ¿Quién lo decide? Si lo que define a ese tipo de peticiones, apoyos y justificaciones como radicales o extremistas es que precisamente son antisemitas, entonces esa puntualización final parece, no sólo totalmente redundante, sino desacertada, precisamente por lo que hemos señalado arriba: ese tipo de acciones pueden realizarse en nombre de ideologías o concepciones religiosas que no tienen por qué ser tenidas necesariamente por “radicales” o “extremistas”.
Ejemplo 2:
«Formular acusaciones falsas, deshumanizadas, perversas o estereotipadas sobre los judíos, como tales, o sobre el poder de los judíos como colectivo, por ejemplo, aunque no de forma exclusiva, el mito sobre la conspiración judía mundial o el control judío de los medios de comunicación, la economía, el Gobierno u otras instituciones de la sociedad».
El problema con este ejemplo reside en la utilización del vocablo “falsas”, porque puede contribuir a confundir y llevar a pensar que, si son verdaderas, entonces no pueden ser antisemitas, y no es así. En realidad, como se sabe desde al menos los trabajos de Gavin Langmuir, las acusaciones antijudías solían basarse en un “grano de verdad” (Langmuir 1996, 11). A lo largo de toda su historia, el antisemitismo, aunque ciertamente ha manejado acusaciones de lo más disparatadas, leyendas y bulos sin fin, también ha utilizado acusaciones que tenían cierta relación con la realidad. ¿No es cierto que los Rothschild tenían mucho poder? ¿No es cierto que los judíos tuvieron un papel destacado en el movimiento bolchevique? ¿No es cierto que también tenían —y tienen— un papel destacado en la prensa, en el arte, la literatura, el cine o la música? Todas esas cosas eran ciertas. ¿Quiere decir eso que, cuando los antisemitas las mencionaban, no estaban formulando acusaciones antisemitas, dado que eran verdad?
Lo importante no es si las acusaciones son falsas o no, si tienen alguna base en la realidad o no, sino la manera en la que eran —y son— usadas para dar forma a un relato —a una verdadera teoría de la conspiración—, según la cual todos esos datos mostrarían que los judíos se apoderan de todo, corrompen la sociedad europea, “manejan los hilos”. Los antisemitas eran —y son— verdaderos especialistas en lo que se ha llamado “propaganda de la atrocidad”, que consistía en construir una imagen de una sociedad —la europea, cristiana o aria— amenazada, asediada, por las maquinaciones judías, y corrompida por los crímenes judíos. Para mostrarlo se dedicaban a hacer relaciones interminables de casos que supuestamente lo mostraban: crímenes, violaciones, falsificaciones, fraudes y traiciones cometidas por judíos. En ocasiones algunos de los casos relacionados eran falsos o estaban malinterpretados o tergiversados intencionadamente, pero, en otras ocasiones eran verdaderos. El que las acusaciones fueran verdaderas, sin embargo, no hacía que dejaran de ser antisemitas, porque lo importante era —y es— el marco general, la teoría general, en el que tales acusaciones se insertaban, no la acusación aislada.
Por eso son tan problemáticas las acusaciones basadas en la idea del poder del “lobby judío”, porque pueden desembocar con rapidez en planteamientos típicamente antisemitas. Es cierto que existen organizaciones como el American Israel Public Affairs Committee (AIPAC) que tratan de influir en la política y que muchas veces tienen éxito en sus campañas, pero atribuirles un poder casi omnímodo a veces lleva a planteamientos que muy fácilmente pueden asemejarse a verdaderas teorías de la conspiración antisemita.
Ejemplo 4:
«Negar el hecho, el ámbito, los mecanismos (por ejemplo, las cámaras de gas) o la intencionalidad del genocidio del pueblo judío en la Alemania nacionalsocialista y sus partidarios y cómplices durante la Segunda Guerra Mundial (el Holocausto)».
Aunque son algo imperdonable, tales negaciones de hechos relacionados con el Holocausto, o del Holocausto mismo, no tienen por qué ser necesariamente muestras de antisemitismo. Como han señalado Deckers y Coulter, pueden darse casos en los que las personas que sostienen tales posturas estén desinformadas, hayan sido engañadas o tengan una especial inclinación hacia todas las teorías de la conspiración. Aun cuando evidentemente esto puede conllevar un odio hacia los judíos como tales, y resulta muy probable que así sea, no tiene por qué serlo necesariamente en todos los casos. Para determinarlo serían necesarios más datos, un estudio de la persona en cuestión, su trayectoria y el contexto en el que realiza tales manifestaciones. De manera que el ejemplo, por sí mismo, puede llevar a identificar falsos positivos (Deckers y Coulter 2022). En cualquier caso, ¿no es suficientemente grave el negacionismo del Holocausto por sí mismo? ¿Debe además realizarse por motivos antisemitas para ser condenable?
Ejemplo 5:
«Culpar a los judíos como pueblo o a Israel, como Estado, de inventar o exagerar el Holocausto».
Formulado de esta manera, es difícil ver problema alguno para considerar que ese tipo de culpabilización es una muestra de antisemitismo. Pero, dicho esto, hay que tener cuidado y no pensar que de ahí se deriva que también es antisemitismo culpar a personas particulares de exagerar algunos aspectos relativos al proceso de exterminio de los judíos de Europa. Por ejemplo, Michael Shermer, que ha dedicado parte de su carrera como intelectual en Estados Unidos a combatir el negacionismo del Holocausto, se encontró con el problema de que algunos miembros de las comunidades judías de Estados Unidos, e incluso algunos supervivientes del Holocausto, manejaban algunas leyendas acerca del exterminio perpetrado por los nazis, y que esto mermaba la capacidad de combatir el negacionismo. Así lo explicaba relatando un caso concreto:
«La mayoría de los supervivientes saben poco del Holocausto aparte de lo que les ocurrió a ellos hace más de medio siglo y los negacionistas saben cómo cazarlos cuando se equivocan en una fecha o, lo que es peor, cuando afirman que vieron algo o a alguien que no pudieron ver. Al interpretar la quema de cadáveres que había visto como una prueba de que los nazis fabricaban jabón con esos cadáveres, la señora [Judith] Berg cayó en la trampa y [el negacionista] Bradley Smith lo aprovechó. No sólo evitó aclarar la cuestión de la quema de cadáveres, minando la credibilidad de la señora Berg, que sí había visto quemar cadáveres, sino que se las ingenió para que pareciera que yo y otros historiadores del Holocausto estábamos de su parte. […] En todas las conferencias que he pronunciado sobre la negación del Holocausto, cuando afirmo que la historia del jabón hecho con humanos es en líneas generales un mito, los presentes se quedan de piedra». (Shermer 2008, 274-75; Shermer y Grobman 2009, 109-17)
Parecería, por tanto, un abuso que se tildara a Shermer de antisemita por hacer notar que algunos supervivientes y familiares de supervivientes se equivocan o exageran cuando cuentan historias acerca de la fabricación de jabón a partir de seres humanos durante el Holocausto. Pero esto sólo sucedería si se tergiversara el verdadero sentido de este ejemplo.
Ejemplo 6:
«Acusar a los ciudadanos judíos de ser más leales a Israel, o a las supuestas prioridades de los judíos en todo el mundo, que a los intereses de sus propios países».
Sostener que los judíos no son leales al Estado en el que viven, sino sólo a los demás judíos o —después de 1948— sólo a Israel, es una acusación clásica entre los antisemitas; y sí, normalmente implica antisemitismo. ¿Pero es siempre así, necesariamente? Estaríamos de acuerdo si, de nuevo, se remitiera claramente a la aclaración que la definición incluye más abajo; es decir: que esa acusación se formula contra los ciudadanos judíos por ser judíos o ser percibidos como tales, no por otras razones.
Sin embargo, esa aclaración no parece que se tenga muy en cuenta cuando las acusaciones de antisemitismo se han extendido durante los últimos años, sobre todo tras la paulatina aceptación de la definición de la IHRA por los diferentes Estados. Tampoco parece que se tenga muy en cuenta por los mismos responsables de hacer que esa definición se difunda y se emplee por los poderes públicos. Así sucede, en efecto, en el Manual para la aplicación práctica de la definición de trabajo de antisemitismo de la IHRA. Publicado en 2021, este Manual, utiliza un caso real para ilustrar este ejemplo: en febrero de 2019, el intelectual francés Alain Finkielkraut fue increpado en la calle cuando pasaba cerca de una manifestación, con gritos como “vuelve a Tel Aviv” o “sucio sionista” (Steinitz et al. 2021, 14). En este caso, el problema evidente que se plantea es que Finkielkraut ha mostrado públicamente, en repetidas ocasiones, su incondicional apoyo a las políticas de Israel, de manera que únicamente se le atacó por unas opiniones políticas libremente expresadas, y no por ser identificado como judío. Imaginemos que Finkielkraut fuera un intelectual judío conocido por sus ideas abiertamente propalestinas, ¿pensamos que los manifestantes le hubieran tratado igual, a pesar de ser identificado como judío? Si le gritaron, fue quizás por sus declaraciones públicas en favor de la política israelí frente a los palestinos, y no por ser judío. Entiéndasenos bien: nos parece totalmente inaceptable que a una persona se le trate de esa manera por manifestar sus ideas en público, cualquiera que estas sean. Únicamente nos parece que, en principio, ateniéndonos a los pocos datos que tenemos del incidente, tal actitud de intolerancia no tendría por qué ser considerada antisemita necesariamente.
Ejemplo 7:
«Denegar a los judíos su derecho a la autodeterminación, por ejemplo, alegando que la existencia de un Estado de Israel es un empeño racista».
Este es quizás el ejemplo más polémico y que más puede contribuir a criminalizar a los movimientos de apoyo a la causa palestina. Contra su formulación se podrían aducir algunas objeciones.
Con respecto a la primera parte de la frase, se podrían plantear algunas preguntas: ¿qué pasa si una persona está en contra del derecho de autodeterminación, no sólo del pueblo judío, sino que sostiene esa actitud como principio, y, como consecuencia de esa postura filosófica general, también está en contra de la autodeterminación del pueblo judío? ¿Es eso antisemitismo? ¿Y qué pasa si alguien está en contra de que un Estado democrático pueda fundarse sobre bases exclusivamente etnoculturales, y piensa, en cambio, que todo Estado democrático debe fundarse sobre criterios cívicos, y, como consecuencia de esta postura filosófica, está en contra de la autodeterminación del pueblo judío —como de la de cualquier otro pueblo definido en esos términos etnoculturales—? ¿Estaríamos ante un caso de antisemitismo? Y, por poner un último caso, ¿qué pasa si alguien está en contra del Estado de Israel como consecuencia de que está en contra de los Estados en general, porque, de acuerdo con sus creencias anarquistas, cree que son una forma de organización política que impide el libre desarrollo del ser humano? ¿Qué pasa si, como consecuencia de ello, piensa que la verdadera autodeterminación de los judíos, como de los demás seres humanos, empezaría el día que acabaran con ese sistema de opresión? ¿También es esto antisemitismo?
Puede que consideremos que tales posturas filosóficas o políticas son insostenibles, que son utópicas o incluso totalmente absurdas. Pero la cuestión no es esa, sino determinar si son antisemitas. De acuerdo con el ejemplo, lo serían. ¿Pero tiene realmente sentido clasificar esas actitudes así? Difícilmente.
Además, si aceptamos la lógica de este ejemplo, deberíamos aplicarla a todos los casos, no sólo al judío. De tal manera, tendríamos que concluir que, por ejemplo, uno es anticatalán si niega el derecho de autodeterminación de los catalanes. Las implicaciones no son menores, a no ser que se defienda que se debe reconocer al pueblo judío un derecho que no se reconoce a otros pueblos.
Por otro lado, ¿qué se entiende por “autodeterminación de los judíos”? ¿Significa autodeterminación exclusivamente en la tierra de la Palestina histórica? ¿Puede defenderse que los judíos tienen derecho a la autodeterminación, pero no en la tierra de Palestina? Algunos de los primeros sionistas defendieron por un tiempo otras posibles ubicaciones para el futuro Estado judío (Goldberg 1996, 37, 39, 84-85). ¿Qué pasa si alguien defiende ese tipo de posturas hoy? ¿Defender lo que defendían algunos pioneros del sionismo sería antisemita? Es difícil entender qué razón habría para considerar ese tipo de postura como antisemita sin tener más datos al respecto. De nuevo, entiéndase bien lo que estamos señalando: no estamos diciendo que quien defienda posturas de ese tipo esté defendiendo algo razonable, practicable o justo. Únicamente estamos señalando que una postura así no tendría por qué ser antisemita necesariamente.
De igual manera, aun aceptando que los judíos sí tienen derecho a la autodeterminación en la tierra de la Palestina histórica, habría que determinar qué se entiende con ello exactamente. Por ejemplo, ¿qué pasa si, como el Likud —el partido presidido por Benjamin Netanyahu—, se defiende que el derecho de autodeterminación del pueblo judío implica necesariamente su derecho sobre toda la tierra de Palestina desde el Jordán hasta el mar? ¿Qué pasa si, como ese partido, se concibe que la autodeterminación del pueblo judío es incompatible con la existencia de un Estado palestino? ¿Estar contra esta concepción de la autodeterminación del pueblo judío también sería antisemitismo? Y si no es así, cabe preguntar: ¿quién decide entonces en qué consiste exactamente la autodeterminación del pueblo judío? Sería necesario responder a esa pregunta antes de formular la idea de que situarse en contra de ese derecho es necesariamente antisemita.
Asimismo, podría darse el caso de que alguien estuviera de acuerdo con el derecho de autodeterminación del pueblo judío y, a la vez, no estuviera de acuerdo con que ese derecho se hiciera efectivo con la fundación del Estado de Israel, porque, cuando este se creó, ¿alguien pregunto al conjunto de todos los judíos del mundo si estaban de acuerdo con ello? De hecho, la declaración de independencia del 14 de mayo de 1948 fue aprobada por un Consejo Provisional que el pueblo judío no había votado, y que únicamente estaba compuesto por 37 personas (Sager 1978). ¿En qué sentido, entonces, encarnaba ese Consejo al pueblo judío? ¿Cómo conocía ese Consejo la voluntad del pueblo judío? ¿Alguien había delegado en ese Consejo el derecho a hablar por todos los judíos del mundo? En realidad, cuando se produjo esa declaración de independencia, la oposición al sionismo estaba muy extendida entre los judíos, principalmente entre los ortodoxos que pensaban que la vuelta de los judíos a Israel debía ser obra de Dios y no de los hombres y que, en ese sentido, la fundación del Estado de Israel era una obra impía, sacrílega, blasfema. Todavía hay ciertos sectores del judaísmo ortodoxo que piensan de esa manera y son abiertamente antisionistas (Rabkin 2006). ¿Les convierte esa visión providencialista de la historia en antisemitas?
Igualmente, y en vista de que la mayoría de los judíos del mundo no vive en Israel, parecería que su autodeterminación no pasa por vivir en los límites de ese Estado; a no ser que se crea que sólo los nacionalistas se autodeterminan, y sólo lo hacen cuando deciden vivir en Israel. Parecería que este es precisamente el caso, y que lo que en realidad se está diciendo es que formular opiniones contrarias al nacionalismo judío es, por definición, antisemita, porque los nacionalistas judíos son los únicos judíos que cuentan como tales.
Con respecto a la segunda parte del ejemplo, se podrían aducir otras objeciones. En primer lugar, ¿puede uno equivocarse, estar mal informado y considerar erróneamente que Israel es un “empeño racista” sin ser antisemita? Es decir: uno puede llegar a esa conclusión no porque odie a los judíos, sino porque haya recibido información errónea o la haya analizado mal. ¿Por qué debemos suponer que detrás de todo juicio negativo sobre Israel debe haber necesariamente odio hacia los judíos? En segundo lugar, aceptar esa segunda parte del ejemplo depende de qué se entienda por “racista”: si, como Klemperer y Popper, entendemos por racismo un sistema de discriminación institucionalizado fundamentado sobre la distinción de personas en función de su ascendencia y religión —esto, por ejemplo, hacían las Leyes de Núremberg de 1935, que se convendrá en que eran efectivamente racistas—, entonces se podría argumentar que algunas de las leyes fundamentales del Estado de Israel, como son la Ley de Retorno de 1950 y la Ley de Estado-nación de 2018, son racistas. Y, en consecuencia, se podría argumentar que, puesto que se trata de leyes fundamentales del Estado, el Estado en sí es racista. Tal argumentación, repito, podría ser errónea, podría basarse en una mala comprensión de la legislación israelí, ¿pero por qué razón habría de concluirse que el error nunca es tal, sino que siempre es antisemitismo?
Ejemplo 8:
«Aplicar un doble rasero al pedir a Israel un comportamiento no esperado ni exigido a ningún otro país democrático».
Este otro ejemplo también tiene muchas aristas. En primer lugar, al confundir las injusticias de las que puede ser objeto Israel con el odio a los judíos —el antisemitismo—, vuelve a caer en la confusión entre Israel y los judíos en su conjunto —una confusión que se achaca con razón a los antisemitas, pero en la que la definición de la IHRA cae una y otra vez—. En segundo lugar, aplicar un doble rasero es un comportamiento bastante universal: aquella referencia evangélica a la costumbre de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio (Mt. 7:3) lo ilustra sobradamente. Deducir, por tanto, que ese comportamiento evidencia odio hacia Israel —y menos hacia el conjunto de los judíos—, resulta muy discutible. Tendemos a ser injustos a la hora de juzgar el comportamiento de los demás sin que eso implique que los odiamos. No toda forma de injusticia implica odio, no toda forma de injusticia dirigida contra Israel denota odio hacia Israel ni, desde luego, odio hacia todos los judíos. De manera que la clave para detectar cuándo un comportamiento de este tipo está basado en el odio hacia los judíos habría que buscarla en otros indicios independientes de este, por lo que este ejemplo, por sí solo, no serviría para determinar que estamos ante un caso de antisemitismo.
Pero, en cualquier caso, hay una cuestión que plantea el ejemplo que merece ser analizada más detenidamente: ¿por qué esa referencia a lo que se exige a los demás países democráticos? ¿Es que, si un país no es democrático, entonces se puede aplicar con él un doble rasero? ¿Es que juzgamos los actos realizados por los Estados en función de si son democráticos o no? Por ejemplo, una matanza de civiles durante una guerra, ¿si es cometida por un Estado democrático debemos juzgarla de una manera, y si es cometida por una dictadura debemos juzgarla de otra? ¿Se puede reclamar que no se emplee una doble vara de medir con las acciones de Israel a la vez que se sugiere que esa doble vara de medir se puede emplear con otros Estados (con los no democráticos)? ¿Qué tipo de justicia se está defendiendo realmente?
Si aceptamos esa doble vara de medir que parece sugerir la forma en la que el ejemplo está redactado (democráticos de una forma, no democráticos de otra), y se defiende que Israel no es un Estado democrático, ¿entonces estaría justificado juzgar sus acciones de manera injusta? Y véase que hay quien tiene razones plausibles para dudar del carácter democrático del Estado de Israel. En primer lugar, por la mencionada Ley de Retorno, que discrimina en función de criterios etnoreligiosos, lo que ha llevado a algunos autores a defender que Israel no es una democracia, sino una “etnocracia” (Yiftachel 1999); más aún desde que en 2018 se aprobó una ley de carácter constitucional en la que se determinaba el carácter judío del Estado, otorgando exclusivamente a los judíos el “derecho natural, cultural, religioso e histórico” a la autodeterminación. De esta forma, la ley implica que sólo los judíos tienen derechos nacionales en el Estado de Israel, implica que el Estado de Israel no es el Estado de todos sus ciudadanos, sino sólo de los judíos. Eso, se podría argumentar, implicaría que estaríamos ante una forma de discriminación étnica institucionalizada, elevada a norma fundamental del Estado, lo que le dotaría de un carácter etnocrático y, por tanto, no democrático.
En segundo lugar, se podría dudar del carácter democrático de Israel por el lugar preponderante que la ley religiosa tiene en aspectos básicos de la vida de sus ciudadanos, judíos o no judíos, creyentes o no, ya que todo lo que tiene que ver con el matrimonio está regulado por normas religiosas y no civiles. Esta situación implica una desigualdad jurídica de las mujeres respecto a los hombres, porque se ven sometidas a lo que la ley religiosa (halajá para los judíos, sharía para los musulmanes) dispone para ellas. Esta falta de separación entre lo religioso y lo civil en algunos aspectos del sistema de convivencia israelí, que implica una desigualdad jurídica entre sus ciudadanos, ha llevado a algunos autores a preguntarse si Israel es una democracia o una teocracia. (Lerner 2011, 214-15; Weiss y Gross-Horowitz 2013).
De manera que, si tomamos en serio esos argumentos y concluimos que Israel no es una democracia, ¿seríamos libres de aplicar ese doble rasero cuando juzgamos sus acciones? No creemos que deba ser así, pero es el tipo de absurdos a los que lleva formulaciones como la de este otro ejemplo.
Otra objeción que se le podría hacer deriva de la pregunta más evidente que surge al leer el ejemplo: ¿cuántas democracias existen en el mundo que durante más de 50 años mantengan sometidas a una cruel ocupación militar a millones de personas que viven en una tierra que el derecho internacional y todas las organizaciones internacionales han reconocido como ocupada ilegalmente? Aunque Israel fuera considerada una democracia como el resto, lo cierto es que no actúa como las demás democracias, de tal manera que, ¿cómo saber que se la juzga de manera diferente, que se utiliza con ella un doble rasero? No existen equivalentes; y las situaciones que parecen en cierto modo equiparables —la guerra librada por Francia en Argelia, la norteamericana en Vietnam o la ocupación norteamericana de Irak—, ¿de verdad se juzgaron de manera muy diferente en su momento? ¿Y todo el que criticaba a Francia o a De Gaulle en aquél entonces era antifrancés? ¿Y quien criticaba la guerra de Vietnam lo hacía siempre por antiamericanismo? ¿No había nunca razones de justicia de por medio? ¿Sólo odio?
Se podría argumentar que tampoco ninguna democracia del mundo ha tenido que soportar lo que ha soportado Israel desde su creación en 1948: cómo ha tenido que luchar continuamente por su supervivencia frente a enemigos que proclaman su deseo de destruirla. Siendo así, no sabiendo lo que es luchar por la supervivencia durante más de 70 años, las demás democracias deberían abstenerse de criticar las acciones de Israel, porque no tienen legitimidad para ello. Si se defiende ese argumento, entonces el ejemplo, en realidad, debería haberse redactado así: “Criticar a Israel”. Pero esto entraría en contradicción con lo que la propia definición establece; a saber: que “las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país no pueden considerarse antisemitismo”. De manera que volvemos a la cuestión del doble rasero, pero ya sin distinción entre Estados democráticos y no democráticos, sino en general.
Siendo así, el ejemplo debería haberse redactado de esta manera: «Aplicar un doble rasero al pedir a Israel un comportamiento no esperado ni exigido a ningún otro país, en el supuesto de que esos países mantuvieran un régimen de ocupación ilegal durante más de 50 años sobre millones de personas».
De esa manera los casos sí serían equivalentes y podríamos saber, al compararlos, si se es particularmente injusto con Israel o no, y podríamos intentar determinar, a partir de ahí, si esa injusticia pudiera tener una motivación antisemita. Ahora, ¿existen casos equiparables? Existen, pero no precisamente incumben a Estados democráticos. De cualquier forma, una vez identificados, a partir del análisis comparativo de cómo esos Estados actúan en los territorios que ocupan ilegalmente, y de cómo después son criticados, se podría determinar si las críticas a Israel son particularmente injustas o desproporcionadas. Si fuera así, se podría intentar determinar si ese tratamiento injusto se debe a un prejuicio antisemita o no. Pero véase que no tendría por qué ser así necesariamente, porque podría haber detrás otro tipo de motivaciones: intereses comerciales o geoestratégicos, por ejemplo, que inducirían a un tratamiento desigual. De manera que, aun corroborando que efectivamente pudiera existir un doble rasero, esto todavía estaría lejos de permitirnos establecer sin lugar a dudas que esa forma de injusticia denota la existencia de una motivación antisemita.
Ejemplo 9:
«Usar los símbolos y las imágenes asociados con el antisemitismo clásico (por ejemplo, las calumnias como el asesinato de Jesús por los judíos o los rituales sangrientos) para caracterizar a Israel o a los israelíes».
Aunque efectivamente este ejemplo puede remitir a un caso de antisemitismo, su formulación es verdaderamente desafortunada. De su contenido se deduciría que utilizar ese tipo de simbología sólo sería una muestra de antisemitismo si se usara contra Israel o los israelíes; pero, sin embargo, si se utilizara para caracterizar a los judíos no israelíes, ya no sería antisemitismo. Es una muestra de cómo quienes redactaron esta definición de la IHRA confunden hasta tal punto a Israel con los judíos —que es, de hecho, lo mismo que hacen muchos antisemitas— que en ocasiones llegan a olvidar a los propios judíos para centrarse únicamente en la protección de Israel y los israelíes.
Ejemplo 10:
«Establecer comparaciones entre la política actual de Israel y la de los nazis».
Este, quizás, es el ejemplo más extraño. ¿Por qué hacer algo así habría de ser antisemita? En el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ese tipo de comparaciones se han vuelto recurrentes: algún presidente norteamericano comparó a Sadam Husein con Hitler, Putin y sus ministros comparan al gobierno ucraniano con nazis, la propia política de Putin ha sido comparada con la de los nacionalsocialistas. Recientemente, el grupo ultraconservador “Hazte oír” ha comparado al presidente español Pedro Sánchez con Hitler. ¿Significa eso que el presidente Bush estaba siendo antiiraquí cuando hacía esas comparaciones? ¿Estaba siendo Putin antiucraniano? ¿Están siendo antirusos quiénes comparan las políticas del gobierno de Putin en Ucrania con las de los nazis? ¿Es “Hazte oír” un grupo antiespañol?
Pero, es más: destacados líderes israelíes han realizado el mismo tipo de comparaciones. Lo hizo Menachem Begin durante la guerra en el Líbano (1982), cuando comparó a Yasir Arafat con Hitler y a Beirut con Berlín. Lo hace Benjamin Netanyahu cuando compara a Hamas con los nazis. Pero es que algunos líderes sionistas, incluso cuando los nazis estaban de hecho persiguiendo a los judíos en Europa, utilizaron ese tipo de retórica contra otros líderes sionistas (Segev 1994, 24): Ben-Gurion llamó “revisionistas alemanes” a los nazis, en referencia al revisionismo sionista de Zeev Jabotinsky —del que procede el partido de Netanyahu, el Likud—, al que en cierta ocasión llamó “Vladimir Hitler”; al igual que más tarde también compararía a Menachem Begin con el dictador alemán. De manera semejante, Chaim Weizmann declaró que el revisionismo sionista se asemejaba al “hitlerismo en su peor forma”. Y los revisionistas hicieron otro tanto cuando acusaron a los responsables de la Agencia Judía de ser aliados de los nazis y hasta agentes nazis en Palestina. Durante las protestas de 1995 contra los acuerdos de paz de Oslo, en las que el actual primer ministro Benjamin Netanyahu tuvo un papel central, se acusó a Yitzhak Rabin —quien poco después sería asesinado— de traidor y nazi, y hubo manifestantes que portaban carteles en los que aparecía representado como un miembro de las SS. En 2005, algunos colonos israelíes en Gaza se cosieron al pecho estrellas de David para denunciar a su propio gobierno cuando este decidió que los asentamientos en la Franja debían ser abandonados, con lo que, evidentemente, estaban estableciendo una comparación entre la política del gobierno de Israel y la de los nazis. Y no hace mucho, el líder laborista Ehud Barak también comparó al propio Netanyahu con Hitler. Elie Wiesel, en su mencionada novela El Alba, llegó a imaginar cómo uno de los terroristas sionistas del Irgún comparaba los asesinatos que cometía con los cometidos por los nazis, y cómo la angustia que eso le provocaba le hacía verse a sí mismo vestido con el uniforme de las SS:
«Me imaginaba en uniforme, en un uniforme gris oscuro, en un uniforme SS (…).
Los soldados saltaron a tierra mientras que, desde nuestras posiciones, los cogíamos en un fuego cruzado.
Corrieron en todas direcciones, con la cabeza gacha, pero nuestras balas cortaban sus piernas como con una inmensa guadaña y ellos caían lanzando gritos de dolor.
(…) Recordé a los soldados SS en los ghettos de Polonia. Era así como abatían a los judíos, día tras día, noche tras noche». (Wiesel 2013, 157-59)
¿Estaban todos esos líderes sionistas, todos esos israelíes, esos judíos, siendo antisemitas? Obviamente, no.
Como todo el mundo sabe, este tipo de comparaciones son un recurso retórico muy utilizado: se trata de declaraciones realizadas por su impacto emocional, a veces sin pensarlo demasiado, a veces con el deseo de recabar apoyos, de movilizar contra el enemigo y acallar las críticas en la lucha contra él. Otras veces se hace con el objetivo de despertar conciencias frente a determinadas injusticias o crímenes. En cualquier caso —menos cuando, como en el caso de Wiesel, se está ilustrando un conflicto emocional frente a la violencia—, se trata de exageraciones que pueden contribuir a banalizar lo que hicieron los nazis, pero ello no significa que puedan ser consideradas muestras de un odio generalizado contra todo un pueblo.
En los casos señalados, el enemigo que se compara con los nazis no es un pueblo, sino un presidente determinado, un gobierno determinado, unos políticos determinados, unos actos determinados. De manera semejante, cuando se compara “la política actual de Israel” con la de los nazis se está siendo bastante preciso: ¿quién es responsable de esa “política actual” si no es el gobierno de Israel? Es una crítica contra un gobierno, desmesurada, intolerable quizás, pero que no implica necesariamente que se esté demonizando a todo un pueblo y, en este sentido, no tiene visos de ser una muestra de antisemitismo.
El salto hacia el antisemitismo, o hacia el odio de un pueblo entero, se daría cuando ese tipo de comparaciones se dirigieran contra el pueblo en su conjunto: “los ucranianos son nazis” —como el propio Putin hizo—, “los israelíes son nazis”, “los judíos son nazis”, “los palestinos son nazis”, etc. Este tipo de declaraciones también se dan, y en este caso sí podrían ser formas de antisemitismo, u odio generalizado hacia todo el pueblo contra el que fueran dirigidas: tienden a su total demonización y pueden servir a su vez para incitar a la violencia y para justificar toda atrocidad cometida contra él.
Ejemplo 11:
«Considerar a los judíos responsables de las actuaciones del Estado de Israel».
Este ejemplo ciertamente remite a una actitud inaceptable y que podría, atendiendo al contexto y a otros indicios, usarse para identificar una actitud antisemita. Sin embargo, debe notarse la paradoja: la misma confusión que utilizan algunos antisemitas para atacar a los judíos, al sionismo y al Estado de Israel, en tanto que encarnación del judaísmo, es utilizada por muchos nacionalistas judíos y defensores de las políticas de Israel hacia los palestinos para, en este caso, protegerse de cualquier tipo de crítica, tildándola de “antisemita”. De hecho, toda la idea de que cualquier forma de antisionismo es necesariamente antisemitismo se basa precisamente en esta confusión: atacar al sionismo, sus ideas y métodos — y a su máxima expresión, el Estado de Israel como Estado judío— es por definición antisemitismo, porque únicamente el sionismo encarna al pueblo judío. De esta manera, muchos sionistas, arrogándose la representación exclusiva del pueblo judío, ahondando en la idea de consustancialidad entre pueblo judío, sionismo y Estado de Israel, contribuyen a dar pábulo a esa confusión antisemita.
Últimas aclaraciones
Para finalizar, volveremos sobre dos aspectos clave de la definición en su conjunto, los cuales, como hemos visto, se ignoran con excesiva libertad cuando de lo que se trata es de acusar a los demás de “antisemitismo”. En primer lugar, nos referimos a esta advertencia que se realiza justo antes de hacer relación de los ejemplos:
«Ejemplos contemporáneos de antisemitismo se observan, en la vida pública, en los medios de comunicación, en las escuelas, en el lugar de trabajo y en la esfera religiosa y, teniendo en cuenta el contexto general, podrían consistir en…» [las cursivas son nuestras].
Esta advertencia es fundamental. Muestra que el EUMC y después la IHRA eran perfectamente conscientes de que los ejemplos que se relacionan en su definición no eran necesariamente muestras de antisemitismo: los casos de antisemitismo “podrían consistir” en esos ejemplos, pero no tenía por qué ser así necesariamente. Podría haber otros casos de antisemitismo que no se recogían en la lista —tal y como sí se explicita en la versión inglesa de la definición al añadir la aclaración “but are not limited to”, que, en cambio, no se encuentra en la española, como ya hemos señalado—, y los que se recogían no tenían por qué reflejar necesariamente una actitud antisemita. Para determinarlo habría que tener “en cuenta el contexto general” en el que tales casos se daban. Sin embargo, esto se está ignorando deliberada y sistemáticamente, y se está usando la definición como si los ejemplos fueran muestras inequívocas de antisemitismo, como si dieran forma a una receta infalible para detectar el odio hacia los judíos sin necesidad de tener en consideración otros factores (Deckers y Coulter 2022; Ullrich 2019).
Y, por último, nos referimos a la varias veces citada aclaración del final:
«Los actos delictivos son considerados antisemitas cuando los objetivos de los ataques, ya sean personas o propiedades –como edificios, escuelas, lugares de culto y cementerios–, son seleccionados porque son, o se perciben como, judíos o relacionados con judíos» [las cursivas son nuestras].
A pesar de que se podrían poner también algunas reservas acerca de la formulación de este párrafo —puesto que muchas veces los actos antisemitas no se dirigen ni contra personas ni contra propiedades: muchas veces las acusaciones antisemitas se dirigen, por ejemplo, contra ideas que se consideran “judías”—, este punto es importante porque remite a la cuestión fundamental de la motivación: el porqué. Sin embargo, el porqué, en este caso, iba también desencaminado. En el antisemitismo la percepción de la identidad judía del otro —o de su relación con “lo judío”— no es la razón de los actos antisemitas, no es el porqué. Esa forma de identificación sí desempeña un papel fundamental como estímulo de los ataques, las acusaciones y las discriminaciones. Pero la motivación que ha llevado a que ese tipo de identificación se dé y desencadene todo el proceso que lleva a la realización de esa serie de actos, es todo un marco ideológico —el antisemitismo— que casi siempre permanece oculto en la mente del antisemita. En muchas ocasiones los actos antisemitas se justifican y se legitiman mediante un discurso explícito que precisamente evidencia que la motivación que hay detrás de todo ello es el odio hacia los judíos como tales. Pero en otras muchas ocasiones no es así. En estos casos, ¿cómo se determina que existe verdaderamente esa motivación? Si no hay un explícito reconocimiento por parte del perpetrador del ataque, difícilmente se puede determinar que existe una motivación antisemita. Y si no se puede determinar eso, no se puede determinar que un acto es antisemita.
La definición de la IHRA trataba de soslayar este problema y ofrecer una receta sencilla para identificar el antisemitismo casi de forma automática, de ahí la forma en la que se redactaron los ejemplos. Por eso, en general, evitaba prestar atención a la cuestión de la motivación. Y por eso, finalmente, resulta inútil para identificar el antisemitismo. No sólo porque muchos de sus ejemplos son, además de polémicos, errados en su formulación; no sólo porque la propia definición principal es de una vaguedad insostenible; sino también porque la propia definición deja entrever al final que la única forma de identificar un acto como antisemita es descubrir un porqué: la motivación del perpetrador. Determinar eso, al fin y al cabo, ha sido siempre, desde que aparecieron los primeros intentos de perseguir el antisemitismo, el problema principal.
La definición de la IHRA no supone, en realidad, avance alguno para solventar este problema y, en cambio, como hemos visto, conlleva graves implicaciones para el libre ejercicio de derechos tan fundamentales como el de libertad de expresión, pero también para la reputación y la vida social y laboral de tanta gente que injustamente puede ser acusada de antisemitismo, con las implicaciones que tiene ello una vez que la definición ha sido adoptada por tantos Estados y se puede usar para acusar no sólo de un prejuicio, sino también de un delito con consecuencias penales.
Y una reflexión final
Para cerrar estas líneas —largas ya— quisiera hacer una reflexión sobre la instrumentalización política de la acusación de “antisemitismo” —que podría hacerse extensible a la instrumentación política de otras formas de discriminación o rechazo—. En la lucha política, es difícil resistirse a la tentación de usar contra los rivales políticos palabras como “antisemitismo”, “racismo”, “machismo”, “homofobia”, “islamofobia”. Son formas sencillas de deslegitimar no sólo lo que el rival defiende, sino al rival mismo. A veces su uso está justificado, pero determinar cuándo realmente lo está resulta muy complicado, más aún cuando tratamos de deducir de cualquier acto o declaración que consideramos antisemita —racista, islamófoba, etc.— que fulanito “es antisemita”. La queja de aquél que dijo eso de “por un perro que maté, mataperros me llamaron”, estaba totalmente justificada y es extensible al caso que nos ocupa.
Pero, en cualquier caso, el peligro no está sólo en cometer injusticias contra personas que pueden haber cometido un error, pueden haber estado mal informadas o pueden, simplemente, no saber lo que dicen. El peligro que corremos, y que resulta muy serio, es que esas palabras, esos conceptos referidos a formas de rechazo y discriminación, a injusticias cometidas contra determinados grupos humanos, empiecen a ser identificadas con una opción política determinada y que, por ello, las personas que no se sienten identificadas con esa opción política empiecen a considerar que ese tipo de acusaciones son siempre interesadas y siempre se realizan por motivos políticos. En definitiva, para el caso que nos ocupa, que denunciar el antisemitismo es algo de derechas o de izquierdas, o “de los sionistas”. Estaríamos haciendo un flaquísimo favor a la lucha contra el antisemitismo si llegáramos a ese punto. Desgraciadamente, lo ocurrido durante las últimas semanas a raíz del ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023 y la consiguiente campaña militar israelí en Gaza, no augura nada bueno en este sentido.
Las organizaciones dedicadas a la lucha contra el antisemitismo deberían ser las primeras interesadas en que esto no sucediera y, para evitarlo, deberían tener mucho cuidado cuando utilizan la acusación de antisemitismo. Deberían no sólo denunciar casos de antisemitismo cuando estén bien documentados atendiendo al contexto general y a indicios complementarios, sino que también deberían tratar de argumentar sus denuncias; no únicamente remitiendo a la definición de la IHRA —lo que no es más que un argumento de autoridad (si es que esa definición puede de alguna manera considerarse autoritativa, que no creemos)—, sino tratando de ser didácticos para que quienes reciben el mensaje vean claramente el porqué de tal denuncia, lo cual contribuiría sin duda a concienciar de manera más efectiva. Pero, en cualquier caso, lo más saludable sería que prescindieran totalmente de la definición de la IHRA, que ha demostrado no servir para lo que se suponía que debía servir, sino más bien para enturbiar el ambiente más todavía.
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