Familia judía celebrando la Pascua (Séder de Pésaj) según una miniatura de la Haggadá hermana (Barcelona, s. XIV), British Library, ms. Or. 2884, f. 18r.

El concepto de “racialización” es uno de los que más se ha consolidado en las ciencias sociales durante los últimos años. Quizás por eso mismo es también uno de los más manoseados y maltratados; de los que más se abusa y, a la postre, de los peor comprendidos. Sin embargo, entendido en sus términos correctos, resulta ser de gran utilidad para analizar determinados procesos de construcción identitaria, y, en este sentido, es también de utilidad para la Historia.

Dicho brevemente, la “racialización” es el proceso por el cual un grupo humano es concebido por otro —y, a veces, también por sus propios miembros— como una “raza”, se use o no este término para designarlo —esto resulta más bien irrelevante—. El concepto se basa en el hecho de que las razas no existen de manera natural, de que no son una división biológica de la humanidad, sino que son una construcción social: nosotros, nuestras sociedades, en diferentes contextos, las hemos imaginado, construido. Dicho de otra forma: un grupo humano nunca es una raza, porque las razas no existen, pero sí puede ser percibido como tal y ser tratado en consecuencia.

Esto no es algo que se dé de un día para otro. Se trata, como hemos dicho, de un proceso que puede durar décadas o incluso siglos, dependiendo del contexto. De hecho, es un proceso que nunca se completa totalmente, en el sentido de que ni todos los miembros del grupo que racializa, ni tampoco todos los miembros del grupo racializado, tienen por qué ver las cosas de la misma manera. Así, siempre puede quedar un número indeterminado de personas en los dos grupos que sigan manteniendo una concepción diferente de la identidad de ambos. Su número depende de cuán profundo sea el proceso de racialización, cuánto tiempo lleve en marcha y cuánto poder tenga el grupo racializador y cuánto el racializado.

Ahora bien, ¿cuándo se puede decir que un grupo ha sido racializado? Esto sucede cuando a ese grupo se le atribuye un origen biológico común, el cual se identifica por una serie de “marcadores” —por ejemplo, el color de la piel, el origen geográfico, los nombres y apellidos, el origen religioso o una serie de costumbres—, y además —lo subrayamos, pues este es el paso fundamental— se considera que de ese origen biológico común emanan necesariamente una serie de características culturales comunes que definen al grupo, lo hacen ser como es y lo diferencian del resto. Por tanto, según este punto de vista, todos los miembros del grupo compartirían necesariamente un carácter, una manera de ser, porque todo ello formaría parte de la herencia biológica que comparten. Esas características culturales estarían, así, determinadas por “la sangre”, y serían, por ello, innatas e inalterables: no se podrían aprender ni desaprender, se nacería con ellas y no se podrían eliminar ni cambiar, tal y como uno no puede eliminar ni cambiar a voluntad el color de sus ojos. Supuestamente, uno nacería predeterminado y no podría hacer nada para evitarlo. Sería, usando una de las metáforas más extendidas dentro del discurso racializador, “la fuerza de la sangre” —una metáfora que sigue siendo usada en la actualidad, a pesar de que sabemos que no es la sangre la portadora del material genético que transmitimos—.

A esas características culturales heredadas, además, se les atribuiría un valor: serían positivas o negativas, mejores o peores, superiores o inferiores, dependiendo del grupo que fuera racializado. De esa manera, según esa concepción, la capacidad de trabajo que se atribuye a un grupo humano, el laconismo, la mansedumbre, la crueldad o valentía, la capacidad para discernir el bien y el mal, para producir obras artísticas o literarias, para filosofar, para inventar herramientas o para dar forma a una civilización digna de ese nombre; la capacidad de seducir, de engañar, de pervertir, de odiar y de destruir a otro grupo humano; todas esas capacidades, y las demás capacidades culturales atribuidas, dependerían de la herencia biológica de ese grupo humano y, por lo tanto, no se podrían aprender ni eliminar. Todo estaría determinado por el linaje, por los ancestros, por la genealogía: “la sangre” lo sería todo.

De forma que, si consideramos que la capacidad de esfuerzo en el trabajo es algo positivo, y consideramos que esa es una capacidad que está determinada por el “grupo racial” al que pertenecemos, pensaremos que el grupo racial que tiene esa capacidad será mejor que el que no la tiene. Y si se hace ese ejercicio con todas las capacidades y características culturales atribuidas a los diferentes grupos raciales, eso permitirá establecer una gradación, una jerarquía entre ellos: habrá unos más capaces y, por tanto, mejores y superiores a otros. En ocasiones la jerarquización se disimulará haciendo uso del discurso de la “diferencia”: un grupo no será mejor que otro ni superior, sino simplemente diferente; aunque casualmente coincida que esas mismas características que hacen a ese grupo “diferente” resulten ser las que se consideran mejores y más deseables.

«El alemán es un orgulloso joven, listo para trabajar y luchar…». Ilustración del libro antisemita para niños Trau keinem Fuchs auf grüner Heid und keinem Jud auf seinem Eid (1936), de Elvira Bauer. German Propaganda Archive.

Esa jerarquización, sin embargo, no siempre es evidente. Desde el punto de vista racista, se puede considerar que un grupo racializado es superior en algunos aspectos, sin por ello concluir que eso le convierte en una “raza superior”. Más bien al contrario, esa superioridad parcial refuerza la caracterización de ese grupo como globalmente inferior o amenazante. Se puede pensar que los negros son más fuertes físicamente que los blancos, pero eso sólo refuerza su carácter general de raza hecha para el trabajo físico. Se puede pensar que los judíos son más inteligentes, pero eso sólo implica que son una amenaza aún mayor. Además, la inferioridad del grupo racializado se puede formular en términos morales y no de capacidades: ellos representan el Mal, nosotros, en cambio, el Bien; y el Mal, evidentemente, es inferior al Bien.

Si el concepto de “grupo racializado” se hace, por tanto, necesario es, precisamente, porque hay grupos humanos que son concebidos y tratados como razas a pesar de que sabemos que las razas no existen. Por tanto, seguir hablando de “razas” —aunque se haga con buenas intenciones, como una forma de reivindicar la identidad de las minorías racializadas o para denunciar las injusticias que sufren— no es sólo un error en términos científicos, sino que también contribuye a perpetuar la creencia de que los seres humanos efectivamente pueden ser divididos de esa manera. En definitiva, significa perpetuar la ficción sobre la cual se ha construido todo el pensamiento racista.

Otro error muy extendido consiste en confundir los conceptos de “etnia” y “raza”; incluso hay quien piensa que “etnia” es simplemente un eufemismo “políticamente correcto” de “raza”. De esta confusión se puede derivar la idea de que el concepto de “grupo racializado” es inútil o innecesario, porque ya tenemos el de “etnia”. Pero lo cierto es que, aunque se puedan llegar a confundir en la práctica, ambas cosas no son lo mismo.

Un grupo racializado es un grupo, como hemos dicho, al que se le atribuyen los atributos de una «raza». Puede, incluso, llegar a ser concebido explícitamente como tal y ser tratado en consecuencia. Por eso, una persona racializada es una persona que es concebida por quien la racializa como una persona determinada por su pertenencia a una determinada «raza»; es una persona, por tanto, cuya cultura y forma de ser están inevitablemente determinadas por su herencia biológica. El cambio cultural en ella es imposible. Nunca puede dejar de pertenecer a esa «raza», haga lo que haga. Una etnia, en cambio, es una comunidad cultural, en la que elementos como la lengua, la religión o las costumbres suelen desempeñar un papel central como marcadores de demarcación identitaria. Es una comunidad que comparte una historia, unas tradiciones; pero, aunque los miembros de un grupo étnico se pueden concebir a sí mismos como miembros de una comunidad con ancestros comunes, esto no implica que la pertenencia al grupo se conciba como determinada por ese origen. Aunque no siempre es un proceso sencillo, uno pude entrar o salir de la etnia a través de ritos de paso o de conversión. El individuo de una etnia puede dejar de pertenecer a esa etnia adoptando otra cultura y otra identidad. Esto puede ser un proceso doloroso, incluso traumático, pero no imposible.

Otro aspecto importante de la etnicidad es que los elementos culturales que un grupo étnico usa para diferenciarse del resto cambian continuamente dependiendo de las necesidades. Así, por ejemplo, frente a otros grupos étnicos de la misma religión, puede usar la lengua; frente a otros de la misma lengua, puede usar la religión o cualquier costumbre que se considera exclusiva. Dependiendo de cuáles sean los elementos que se destacan en cada momento, los ritos de paso estarán enfocados también hacia la adquisición de uno o varios de ellos: religión, costumbre, lengua, etc.

Esta diferenciación neta que aquí hacemos entre etnia y grupo racializado en la práctica no siempre es tan clara, precisamente porque un grupo étnico puede sufrir o experimentar un proceso de racialización, por el cual su identidad empieza concebirse como totalmente determinada por la herencia biológica supuestamente compartida. Pero, repetimos, a pesar de esas confusiones que se pueden dar en la práctica, no son lo mismo y es importante mantener la diferencia.

Otro error muy extendido es el de que la racialización tiene que ver con el color de la piel, y que un grupo racializado es simplemente un grupo humano con un color de piel diferente. Pero lo cierto es que ése es sólo un aspecto secundario. El color de la piel puede ser importante a la hora de identificar a determinadas personas con un determinado origen. Pero lo que constituye a ese grupo humano como “raza” no es el color, sino, como hemos dicho, las características culturales innatas que se le atribuyen por ser identificado con un mismo origen biológico —o, en términos premodernos castellanos, con un “linaje”, una “generación”, una “casta” o, a veces, una “nación”—.

La cuestión es que, desde el punto de vista racista, en algunos grupos humanos está tan indisolublemente ligado el color de la piel con las características culturales atribuidas —porque ambas cosas están, desde ese punto de vista, determinadas por la herencia biológica—, que a veces el color de la piel termina convirtiéndose en metáfora de los rasgos culturales que se atribuyen a ese grupo poblacional: sólo hace falta referirse al color para que, inmediatamente, de manera casi automática, se deduzca todo lo demás: pereza, inteligencia, creatividad, crueldad, etc. El color de la piel, sin embargo, es algo que, en contextos con alta diversidad, en los que el grado de mezcla entre diferentes grupos es la norma —contextos que, en realidad, son la mayoría, porque el número de grupos poblacionales totalmente aislados es, y ha sido históricamente, más bien escaso—, puede volverse algo tremendamente complejo de determinar, con gradaciones infinitas en las que resulta imposible determinar fronteras entre un grupo y otro. Cuando esto sucede, es necesario utilizar otros marcadores de pertenencia. El principal de los cuales, al final, siempre es la genealogía. Así, en contextos como los mencionados, una persona de piel clara puede llegar a ser clasificada como perteneciente la “raza negra” porque un antepasado fue clasificado como perteneciente a ella. Esta fue, por ejemplo, la llamada «one drop rule» que existía en el Estados Unidos de la segregación —y cuyos efectos todavía pueden sentirse—. En la concepción racista del mundo, por tanto, es siempre el origen lo que determina.

One drop rule en Virginia: «El registrador local debe estar seguro de que no hay huella alguna de sangre de color en nadie que quiera registrarse como una persona blanca». Instrucciones para preservar la integridad racial, Virginia, EEUU, 1924. Encyclopedia Virginia.

Por otro lado, en muchos grupos humanos racializados el color de la piel, o los rasgos somáticos en general, desempeñan un papel escaso —si es que desempeñan alguno— en su proceso de racialización. En esas ocasiones son necesarios, como ya hemos señalado, otros marcadores de identificación. En algunos casos, es suficiente con una palabra para poner en marcha el razonamiento racializador —para que de esa palabra se deduzcan toda una serie de características culturales que normalmente se consideran negativas o, incluso, amenazantes—. Eso es lo que sucede con la palabra “judío”.

Las comunidades judías de Europa han vivido a lo largo de su historia diversos procesos de racialización. El más conocido es el que se produjo a lo largo del siglo XIX y que terminó con uno de los mayores crímenes de la humanidad: el asesinato programado de más de cinco millones de judíos de toda Europa a manos del régimen de extrema derecha que gobernó Alemania entre 1933 y 1945. La mayor parte de los especialistas piensa que la causa que puso en marcha este proceso fue la reacción contra la llamada “emancipación” de los judíos; es decir: la progresiva equiparación legal de los judíos con el resto de los ciudadanos. Esto no se produjo en todos los países de Europa a la vez, pero lo que parece claro es que allí donde fue aprobada una legislación igualitaria, fue surgiendo en paralelo una reacción en contra. Si ahora los judíos podían alcanzar la igualdad sin necesidad de convertirse al cristianismo, era necesario, entonces, erigir nuevas fronteras, nuevos límites identitarios que permitieran legitimar una discriminación que ya no era posible legitimar apelando a la diferencia religiosa.

«El judío es de una raza diferente y enemiga de la nuestra». Cartel electoral de un candidato antisemita francés (1889). Wikimedia commons.

La idea de que el pueblo judío no era un grupo religioso, sino una “raza”, permitió ese tipo de legitimación: daba igual que los judíos se convirtieran, daba igual que abandonaran la religión o que “aparentemente” se integraran en la sociedad mayoritaria. Su sangre, y no sus creencias, determinaba lo que eran y cómo eran. Siempre seguirían siendo judíos, y por esa razón nunca podrían asimilarse realmente, siempre seguirían siendo “un cuerpo extraño” dentro de la nación —un “tumor” dirán algunos—, siempre serían seres peligrosos, una amenaza vital para la sociedad cristiana europea. Otorgar la igualdad a los judíos era, en tal caso, una temeridad, era facilitar su labor de destrucción de la civilización cristiana, favorecer la judaización de la sociedad. Así, los grupos políticos que empezaron a llamarse a sí mismos “antisemitas” defendieron que lo que había que hacer era discriminarlos, expulsarlos de todos los ámbitos sociales en donde pudieran tener poder, despojarlos de sus derechos, de su ciudadanía, devolverlos al gueto, convertirlos en parias. Así la civilización occidental cristiana —o “aria”, para algunos— estaría a salvo.

Pero ¿cómo identificar a los judíos y poder así discriminarlos, expulsarlos, aniquilarlos? ¿Cómo hacerlo en un momento en el que ya la religión no era algo público, en el que pocos llevaban vestimentas diferenciadoras, en el que tenían una apariencia física indiferenciable de la del resto de ciudadanos, en el que incluso muchos habían cambiado sus nombres y apellidos buscando la asimilación? La única forma de hacerlo fue a partir de la identificación con una genealogía, con un linaje judío. No es extraño, por tanto, que los nazis llamaran al procedimiento para identificar a los judíos Sippenforschung: investigación del linaje.

Criterios genealógicos para identificar a judíos, medio judíos y «alemanes de sangre» según las Leyes de Núremberg (1935). Holocaust Encyclopedia.

En Castilla y Aragón —y más tardíamente también en Portugal—, durante el siglo XV, se vivió un proceso semejante. El detonante fueron las masivas conversiones forzosas que tuvieron lugar entre finales del siglo XIV y principios del XV —producto del gran estallido antijudío de 1391 que asoló cientos de juderías y acabó con el asesinato de miles de judíos en toda la Península; o bien como consecuencia de la presión social estimulada por las predicaciones de Vicente Ferrer—. En muy poco tiempo, miles de judíos se convirtieron en cristianos, lo que formalmente eliminaba de un plumazo toda discriminación, toda barrera: significaba la igualdad jurídica con el resto de la población cristiana: se trataba de una verdadera “emancipación”, al menos en teoría.

Pero, como sucedería en el siglo XIX, la teoría no fue sólo teoría. En muchos casos la igualdad se hizo efectiva y muchos conversos o “cristianos nuevos” —como empezó a llamárseles— hicieron uso de su nueva situación jurídica y empezaron a prosperar socialmente: ingresaron en las órdenes religiosas, se hicieron obispos —Pablo de Santa María y su hijo Alonso de Cartagena son los más claros ejemplos—; entraron en las universidades y en el servicio de la Corona. A algunos el éxito en los negocios les permitió ocupar un lugar de privilegio en las instituciones urbanas, convertirse en regidores, incluso emparentar con la nobleza a través del matrimonio. Para mediados del siglo XV, la integración de la población conversa era una realidad casi plena.

Sin embargo, entonces apareció la reacción contra la igualdad. Signos de este tipo de reacción se pueden detectar más atrás en el tiempo: formas de rechazo a la población conversa y sus descendientes por parte de algunos sectores de la sociedad mayoritaria. Por esa razón, los reyes cristianos medievales tuvieron que promulgar leyes que protegían a esta población y perseguían cualquier forma de ultraje o discriminación. Alfonso X, por ejemplo, dejó establecido en Las siete partidas que:

“Otrosí mandamos que después que algunos judíos se tornaren cristianos, que todos los del nuestro señorío los honren: et ninguno non sea osado de retraer a ellos nin a su linage de cómo fueron judíos en manera de denuesto: et que hayan sus bienes et sus cosas (…), et que puedan haber todos los oficios et las honras que han los otros cristianos.” (Partida VII, Título XXIV, Ley VI).

Leyes semejantes promulgaron después Enrique III y Juan II, reiteraciones que muestran que algunos súbditos seguían rechazando e injuriando a la población conversa por sus orígenes. Esto indica que en la época era posible encontrar personas que empezaban a concebir la identidad judía como algo determinado por el origen, y no tanto por las creencias. Aunque de forma muy minoritaria, encontramos antes del siglo XV algún ejemplo explícito de racialización de la identidad judía —es decir, de la creencia en que la identidad cultural judía tenía fundamentos naturales, biológicos, y, por tanto, inalterables—. Así, por ejemplo, el propio arcediano de Écija que con sus predicaciones estimuló el asalto de las juderías castellanas de 1391, afirmaba que sólo cuando “el negro de Tiopía perdiesse la negrura que tiene, estonce en aquel tiempo farán los judíos bien”. (Amador de los Ríos, Historia, II, p. 588). Según él, el carácter malvado de los judíos era perenne, tan inalterable en ellos como la negrura en la piel del etíope.

De manera que a veces se pensó que el origen determinaba no sólo la identidad, sino también la forma de ser, las capacidades, el carácter y también las creencias. Según esto, si los conversos no se mostraban públicamente como judíos era porque mentían. En secreto seguían siendo judíos, seguían pensando que Cristo no era Dios y seguían practicando los ritos judíos, viviendo como judíos; porque, en realidad, no podían hacer otra cosa: su comportamiento y sus creencias venían determinados por su origen genealógico. Y si eran formalmente cristianos, pero creían en otra religión y practicaban sus ritos en secreto, entonces eran herejes. De esta forma se extendió la idea de que los conversos y sus descendientes eran herejes por naturaleza, o, cuando menos, eran sospechosos de serlo, porque su sangre les abocaba a ello. Y si eran herejes, o sospechosos de serlo, debían ser perseguidos como tales.

Es evidente que muchos conversos de la primera generación —es imposible saber cuántos— seguirían apegados a sus antiguas creencias y prácticas religiosas. Pero muchos cristianos viejos creían que no sólo algunos, sino todos los conversos y sus descendientes, eran herejes o sospechosos de serlo, únicamente por tener ancestros judíos. El número de ancestros daba igual: era suficiente con que uno de los ocho bisabuelos hubiera sido judío, con que lo hubiera sido sólo uno de los dieciséis tatarabuelos, o uno de los treinta y dos trastatarabuelos… Una sola gota de sangre judía servía para «machar» a todo un linaje y convertirlo en sospechoso. Como dirían algunos: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1Cor. 5:6; Gal. 5:9). La one drop rule operaba aquí también.

Toledo a mediados del siglo XVI. Civitates orbis terrarum (1599), Biblioteca Nacional de España, ER. 2447.

La gran revuelta que estalló en Toledo en 1449 contra Juan II se legitimó en buena medida sobre esa idea. Si en un principio se originó como una protesta contra las exigencias fiscales del condestable Álvaro de Luna, muy pronto se volvió anticonversa. Los líderes de la rebelión argumentaban que los conversos y sus descendientes, como naturalmente judíos, practicaban en secreto los ritos del judaísmo, seguían profanando los símbolos cristianos y las iglesias, pervertían a las damas, robaban, engañaban, hacían, en definitiva, todo el mal posible a los cristianos. Mantenían intacto el deseo que siempre habían tenido sus ancestros de acabar con el cristianismo, porque de ellos lo habían heredado. Su sangre les empujaba a ser y actuar así. Además, el rey, al protegerlos, demostraba que había caído en sus garras, que estaba judaizado y que, por ello, se había convertido en un tirano. Siendo así, la revuelta contra él no sólo era legítima, sino un deber de todo cristiano. Los rebeldes, de hecho, pensaban que actuaban siguiendo los deseos del Altísimo. La revuelta, la masacre de conversos, la imposición de un régimen de terror en la ciudad era, por tanto, una forma de legítima defensa y un deber sagrado.

La aparición de esta forma de “racialización” de la identidad judía conllevó también una “racialización” de la identidad cristiana, la cual, a partir de ese momento, empezó a ser percibida por muchos como una identidad que también estaba determinada por la ascendencia. Los “cristianos viejos”, que eran los verdaderos cristianos según este punto de vista, también estaban determinados por la sangre, solo que, en este caso, esa herencia les proporcionaba una serie de características positivas, deseables, que hacían de ellos seres leales, fieles a la Corona y a la Iglesia, trabajadores honrados, honorables, virtuosos.

Este proceso, como sucedería en la Europa del siglo XIX, no se produjo sin fuertes resistencias y tampoco se completó totalmente. Ya como consecuencia de la revuelta toledana surgieron voces muy autorizadas que clamaron contra esta diferenciación entre cristianos en función de su origen. Alonso de Cartagena, Juan de Torquemada y otros consideraron que se trataba de un escándalo, una perversión que iba en contra del Evangelio. El mismo papa Nicolás V declaró que quienes defendían tales ideas y tales prácticas discriminatorias contra los conversos y sus descendientes debían ser excomulgados y castigados. A pesar de ello, la ideología de la “limpieza de sangre” siguió ganando adeptos poco a poco, de manera que, para finales de siglo, ya había varias instituciones que habían logrado aprobar estatutos que impedían el ingreso de miembros con ascendencia —o supuesta ascendencia— conversa. Algunas de esas normativas llegaron incluso a contar con la aprobación papal, de manera que la condena de Nicolás V se convirtió, con el tiempo, en letra muerta. Eso no significó, de ninguna forma, que la oposición a la limpieza de sangre desapareciera: siempre existió, pero ahora había pasado a convertirse en una postura sospechosa. Tampoco significó que todas las formas de discriminación aprobadas fueran siempre totalmente efectivas. Muchas familias identificadas con unos orígenes conversos pudieron prosperar a pesar de todo.

Sobre la influencia que esta ideología tuvo en la historia de España se ha escrito muchísimo y no es lugar este para abordar la cuestión. Sólo diremos que pocos niegan que marcó de manera muy profunda la forma que el catolicismo adquirió a partir de entonces en España y Portugal, algo que no tuvo paralelo en el resto del mundo católico. Esta forma de catolicismo era ya sólo formalmente universalista. Ahora defendía, explícita o implícitamente, que había algunos grupos humanos para los que el catolicismo y la salvación no era posible, porque su destino estaba prefigurado, determinado por su ascendencia. La sangre se había impuesto al espíritu.

De nada servía ya la evangelización, de nada la educación, de nada el cambio social: ellos seguirían siendo siempre como eran, porque su propia naturaleza les impedía ser de otra forma. No sólo eran despreciables, sino que eran también un peligro constante, una amenaza vital. Y siendo encarnación de todo lo malo e indeseable, la defensa contra ellos siempre estaría legitimada como una lucha del Bien contra el Mal.

Así, como una forma de legítima defensa se han legitimado históricamente, y se siguen legitimando, diferentes formas de discriminación, exclusión, segregación, persecución y exterminio en todo el mundo. La racialización nunca es inocua. Siempre constituye una forma de construcción identitaria que conlleva la idealización del grupo propio y la subestimación, denigración e incluso demonización del grupo ajeno. Y cuando el grupo racializador se imagina, además, amenazado por el grupo racializado, las consecuencias siempre son desastrosas.


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Artículo publicado originalmente en: Al-Andalus y la Historia, 6 de octubre de 2023.